Carta a papá
- Claudia Maiocchi
- 4 mar
- 7 Min. de lectura
Había perdido este texto en el back up del back up de vaya a saber cuántas versiones de cuántos programas (¿lo habré escrito en Word Perfect, en DOS?) y justo vengo a recuperarlo, en vísperas de un nuevo aniversario, de manera azarosa, mágica. En papel. Lo estoy pasando ahora y tienta meter mano… Pero intentaré dejarlo tal cual. Treinta años más tarde, salvo por la natural evolución de ciertos roles (otros Talleres de Escritura, otras pérdidas, la abuela ahora soy yo), la carta no ha perdido vigencia. Aquí está. Aquí estás. Seguimos juntos. Y te abrazo, con orgullo y alegría.

Siento una necesidad irrefrenable de contarte tu muerte, viejo querido. Justo a vos, que estabas allí. Pero vos la viviste desde dentro; yo en cambio la vi llegar, mansa: cruzar Marcelo T. de Alvear —o Charcas, como siempre la llamaste— y colarse por la puerta principal del Instituto del Diagnóstico. Deslizarse por los pasillos blancos, impecables; pasar por la sala de fumadores (Intromisión actual: en 1995 existía tal cosa, ¡inclusive en los centros de salud!), después por el Office de Enfermería y abrir con delicadeza la puerta de la 209. Hacía días la estábamos esperando, mientras tu cuerpo se elevaba suave una y otra vez, inspirando y exhalando con dificultad, como única señal de que aún estabas dentro de él.
Vuelvo con terca obsesión a aquel 6 de marzo; lo revivo y te revivo y quiero verte. Y entonces te escribo, como si las palabras pudieran alcanzarte, romper el mármol donde tallaron tu nombre y tender puentes infinitos; arrancarte el cáncer que te quebró la garganta y te dejó sin voz; se enroscó por tu cuello como una serpiente venenosa que te pica una y otra vez y no te suelta. Y no hay suero, cirugía ni magia alguna que pueda desembarazarte de ella.
*
Pero te estaba contando que vi llegar mansamente a la muerte. Esa mañana comenzaban las clases. Dije un sobrio discurso de directora de escuela; me salió redondito, sabés, como si vos hubieras estado al lado mío tirándome letra, con esa extraordinaria capacidad de orador que tenías.
Vos, que me enseñaste a jugar con las palabras desde chiquita, cuando le dábamos horas y horas al Scrabble, o no dejábamos dormir a mamá ni a Marisa, mientras desde los respectivos dormitorios seguíamos la joda al infinito. Claro, los dos queríamos tener la última palabra:
—Nena, estás agotando mi Santa Fe.
—La culpa es tuya, viejo. Vos me iniciaste en estas Misiones tan Formosas del juego de palabras…
—Sí, pero me Rió —ja— de que pretendas superar a tu maestro.
—Y yo me Río, Negro, porque Salta a la vista que…
Podíamos seguir hasta que se nos acabara el mapa, o hasta que surgiera otro tema. O hasta que la vieja nos llamara a la cordura.

Ahora se me ocurre que con la muerte pasa como con la bicicleta: uno no aprende a andar en ella hasta que se traga el miedo, se sube y sale andando. ¿Te acordás de cuando me enseñaste? Fue una tarde de domingo, en el Parque Rivadavia. Yo ya me sentía grande para que siguieras alquilándome karting…
—Mirá: caerte te vas a caer. Es parte del proceso, así que ni lo pienses. Vos metele. Yo te atajo.
Y le metí. Llegué a casa con los tobillos llenos de cascaritas con sangre, pero convertida en campeona nacional de ciclismo.
*
Vuelvo al 6 de marzo.
Después del discurso y de arreglar algunos papeles, les di un beso fuerte a cada una de tus nietas: Mariana, que justo comenzaba la secundaria, y Eugenia, que pocos días antes había sentido la necesidad de ir a saludarte, pese a su natural aversión por los sanatorios. Cuando nació Mariana y te recibiste de abuelo, habías llorado de rodillas junto a su moisés. Siempre admiré de vos que supieras llorar como sabías reír. Y te dieras permiso. Cuando nació Euge, fuiste la primera persona a quien llamé ni bien me llevaron de regreso a la habitación…
Pero ahora eras vos quien estaba en una cama de sanatorio y no para dar a luz —aunque quién sabe nada de estas cosas de la vida y la muerte. ¿Viajarías hacia la luz acaso?
Lo cierto es que después de besar a tus nietas (y vos estuviste ahí también, prendido en cada mejilla), me tomé el subte hasta Pueyrredón y Santa Fe para ir a verte, a estar con vos, como cada día desde hacía no sé cuántos. La mañana estaba fresca y se me dio por entrar a un negocio y comprarme un suéter de hilo negro. Calado, canchero. Raro que se me diera por ahí, pero me sentía tranquila, casi en paz, como si realmente supiera que pronto todo iba a terminar. Que ya no ibas a sufrir.
Un par de días antes te había escuchado hablar por última vez, con la voz ronca y seca, en medio de una de esas ráfagas de absoluta conciencia que se filtraban por encima o por debajo de la morfina, los sedantes y toda la parafernalia médico-asistencial. Como si te hablaras a vos mismo frente a un espejo, dijiste:
—Mientras tuviste vida hiciste lo que pudiste… Cuando la vida se te va, ¿qué le vas a hacer? —y enseguida, a mí: Hija, seguí siendo siempre como sos.
Quiero seguir siendo como soy; quiero seguir siendo yo, viejo, aunque cueste laburo no hacerse trampa. Aunque me pase ahora lo que te pasó a vos allá lejos y hace tiempo, cuando guardaste en el arcón de los sueños tus deseos de ser actor, humorista, escritor —tu bohemia toda— y te convertiste en el Contador Público Nacional que supo bancar primero a los hermanos menores y la madre viuda, después a tu propia familia y aún ahora, ayudando a la familia de tus hijas… El arcón de los sueños y sus siete llaves. ¿Dónde quedaron las llaves, papá? ¿Quién te las robó? Dejaste de lado aquel arcón, bajaste las escaleras del escenario para siempre y te olvidaste de él. Y de vos mismo. Entonces te enfermaste.
Yo no quiero enfermarme, viejo: por eso escribo y escribo. Y a veces odio mi profesión, que también puede ser mezquina en sueños: pibes, maestros, padres demandantes, cuadernos y papeles... Pero me toca a mí parar la olla. Así y todo, aunque el laburo me devore los días, me metí con pasión en un Taller Literario e insisto con el oxígeno que me dan las palabras. A lo mejor las llaves del arcón todavía andan por ahí: tibio, tibio. Caliente, caliente…
Durante las horas previas a tu partida sé que estuviste ensayando —tu veta actoral, supongo. Salías de tu cuerpo, sobrevolabas la 209, nos escuchabas hablar. Volvías, entreabrías los ojos. Hasta te vi sonreír.
Curioso: los médicos hablaban del coma farmacológico acordado. Se suponía que no entendías, que no sentías nada incluso. ¿Qué saben ellos? Respondiste a cada gesto con otro; si te tomaba de la mano, vos movías con suavidad los dedos. Si alguien te hablaba, levantabas una ceja, cambiabas el ritmo de la respiración. Quise acercarme una vez más al lado de la cama. Te besé en la mejilla; me incliné y aspiré tu perfume una vez más. Me lo guardé en la esquina más fiel de la memoria: la de los sentidos. Volví a tomarte de la mano y hablé. Y juro que entendiste cada palabra. (No debería jurar, menos sobre algo tan sagrado, pero Dios es bueno, sabe). Sé que entendiste con absoluta precisión todo lo que te dije aquel 6 de marzo, a las cinco de la tarde:
—Pa, hace unos meses te escribí un poema. No me animé a leértelo porque habla de la muerte. Y aunque el tema salía, siempre lo tocamos de manera indirecta, viste, con esa delicadeza tuya que buscaba cuidarme. Bah, creo que cada uno quería proteger al otro. Pero ahora ya está. Sé que puedo regalarte este poema olvidable, para que te lo lleves, nomás, cuando te vayas...
Saco de la cartera el papel doblado en cuatro. Veo las letras torcidas y un poco borroneadas y leo, lo más cerca de tu oreja que puedo:
Cuando sueltes las alas desplegalas sin miedo.
Allí arriba hay un cielo que te estará esperando;
Y acá abajo la sombra, la anchura de tus alas
protegerá mis pasos en la intemperie cruda.
Cuando sueltes las alas también yo he de soltarlas
y volará mi infancia prendida en tu regazo…
Cuando sueltes las alas voy a dejarte ir
porque en mí para siempre vas a seguir estando.
Me incorporo. Voy al baño. Al minuto, el grito ahogado de mamá:
—Claudia, ¡se murió! Papá se murió…

*
Y hoy te escribo, viejo, y te invito a que conozcas a mis compañeros del Taller, que seguro sabrán perdonar que esto resulte más literal que literario.
¿Te acordás? La última vez que me había metido en un Taller de Poesía lo hicimos juntos, en la Manzana de las Luces. ¡Estabas tan orgulloso! Sé que mamá guardó todo en alguna carpeta… Ahora te invito a este otro encuentro. Vení, pasá.
Ya les veo las caras: Débora lagrimea —ella es mi amiga antes que nada y conoce esta historia: la vivió a mi lado. Iván se queda callado un rato largo, se mete para dentro; es medio introvertido y despierta la admiración del grupo porque tiene una novela publicada. Marina vuelve a sentirse chica una vez más —la desgraciada tiene diecinueve años y escribe como los dioses, ¿hay derecho? Y Miguel pensará en un nuevo cuento metafísico y complicado en el que la muerte hará alguna pirueta extraña. ¿Y Mariño, qué dirá Mariño, a todo esto? Ese sí tiene suerte: la pegó y le va bien en la literatura para chicos; escribe para Biliken, firma ejemplares de sus libros en la Feria… (También tiene cuentos para adultos: me pregunto si donde estás te llegarán sus Silbidos en el Cielo). Mariño coordina y nos da palos y fuerza y nos sirve café en unas tacitas de plástico berreta. La pasamos muy bien.
A la última integrante la conocés: soy yo. Yo, que por estos días te extraño tanto tanto, que no puedo sino escribir cosas tristes. Yo, que llevo esta historia escondida en todos los rincones de mi cuerpo, en las arruguitas de la cara, debajo de mis las uñas comidas, mirándome con insistencia desde cada recuerdo: foto, cenicero, tu ropa, de la que empieza a ocuparse mamá... Yo, que no sé bien qué hacer con toda esta tristeza y entonces, en busca todavía de las siete llaves, decido volver a las palabras.
De tu mano, como cuando era chica.
Como siempre.

CM, 1995
El jueves 6 de marzo de 2025 en la misa de las 19hs de Nuestra Señora del Carmelo (Marcelo T. de Alvear entre Pueyrredón y Larrea) se rezará por el eterno descanso de Ángel Oscar Maiocchi, "Cacho", a treinta años de su fallecimiento. Nos vemos, pa.
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