A propósito de Orwell
- Claudia Maiocchi
- 25 oct 2020
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 25 nov 2020
ANOCHE RELEÍ EL ENSAYO “Why I write”. Básicamente, el padre del Gran Hermano esgrime allí cuatro razones por las cuales alguien se aboca a la tarea de la escritura:
1- Puro egoísmo /vanidad. En criollo, sin creérsela un poco resultaría no solo inútil, sino también imposible el esfuerzo. A mi entender, el deseo de ser admirado / respetado / recordado es la versión “ego” de la necesidad de ser amado, propia de nuestro ser más profundo y auténtico.
2- Sensibilidad estética. Capacidad de percepción y aspiración a la belleza, en la armonía del hilván de palabras y silencios.
3- Impulso historicista. Necesidad de fijar “la realidad” presente o pasada (cosas, hechos, emociones, etc.) para poder evocarla en un tiempo futuro.
4- Propósito político, consciente o no (“la creencia de que el arte no tiene nada que ver con la política es, en sí misma, una actitud política”, dice Orwell).
Agrego: escribo para sanar. Cuando escribo para niños, niñas o adolescentes (como rezan las leyendas de protección al menor) incluyo entre los destinatarios a la niñita asustadiza que fui y a la adolescente que no fui, apurada como estaba por llegar a ser adulta (u ocupada en simular ya serlo).
Les escribo a esas Claudias como sana-sana. Como forma reparadora de juego (bah, todo juego viene a reparar algo), por todo lo que les faltó jugar.
Les escribo con palabras-apósito para sus raspones y cortes. Con palabras-ungüento para sus quemaduras. Con palabras-gotita para sus náuseas y sus insomnios. Con palabras-caramelo para sus gargantas inflamadas de palabras que no pudieron pronunciar. O tal vez gritar.
Lo hago por egoísmo, es cierto. Por placer estético, por memoria y por convicción política también. En tiempos en los que hasta la ciencia habla de “medicina narrativa” y el psicoanálisis ha cruzado las barreras del siglo, creo que la palabra -y, particularmente, la palabra literaria, siempre embarazada de sentidos- es imprescindible para sanar.
Para saldar deudas con nuestro pasado, individual y colectivo. Para zanjar brechas (¿grietas?). Para permitirnos atravesar la oscuridad encendiendo pequeñas lucecitas, que no dependan de la batería del celular ni de la amenazadora factura de electricidad...
ENCENDAMOS PEQUEÑAS LUCECITAS
una buena fogata compartida,
un árbol de Navidad en pleno junio,
las velitas de una torta feliz.
Encendamos pequeñas lucecitas;
un fósforo por deseo,
un hada-linterna por cuento
de las buenas noches,
una breve rendija
para atreverse al día.
O una palabra blanca
fresca y redonda donde embeber
el pan de la esperanza.
(Ay, pero a veces no hay torta,
no hay cuento, no hay rendija).
¡Igual! Encendamos pequeñas lucecitas:
no hacen falta marquesinas ni faros
que atraviesen la noche,
ni neón de quirófano,
autopista, escenario.
Mientras estemos juntos,
mientras estemos vivos,
solo pequeñas luces hacen falta…
ya Dios se ocupa del sol y las estrellas.
Y además todo pasa.
A veces -tantas veces-
hace falta tan solo
encender la mirada.

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