El abuelo Manuel
- Claudia Maiocchi
- 17 dic 2020
- 6 Min. de lectura
Psicóloga de profesión, Marilú Ciapponi pasó también por la carrera de Letras. Su conciencia lingüística y literaria y su minuciosidad se articulan con una sensibilidad refinada. Así, historias basadas en vivencias personales se universalizan y levantan vuelo. Como ésta...

Ese día me levanté temprano. Cinco años y desvelada. Busqué a la abuela por la casa. En la cocina, encontré al abuelo Manuel tomando mate. Los dos nos sorprendimos. Yo, en bombacha, sostenía mi vestido amarillo con la mano.
-¿Me lo ponés, abuelo?
Los botones quedaron desparejos, pero no dije nada. Me hizo un moño atrás, en la cintura, con el lazo anaranjado.
El desayuno, debió pensar entonces. ¿Y ahora qué le preparo? Esta Augusta que tarda en volver de la misa... rezongó.
-Vení para acá. Y me sentó en su falda.
Yo le tocaba la barba canosa, algo raro que casi nunca tenía cerca. Él sonreía. Yo, apoyada en su pecho, con mi cabeza hundida en su cuello.
Era verano, única época en que me cuidaban… Solos los tres, mis padres todavía no habían viajado. Bahía Blanca, mi lugar en el mundo. La familia entera.
En general la abuela lo controlaba todo: la comida, el horario… Pero aquel domingo tardó un poco. Y yo con ese abuelo un poco tosco, huraño. De pocas palabras.
-Tomá, me dijo. Y me ofreció uno de sus mates.
Por primera vez, con eso que llamaban bombilla, probé ese líquido tan raro. No lo veía y sí que lo sentía en mi garganta.
Le pedí otro.
La cara de mi abuela al llegar: desencajada.
-Pero Manuel, ¿cómo le has dado mate? ¿No se te ocurrió prepararle la leche con masitas? ¿No me has visto acaso tantas veces...? -la abuela protestaba.
Nos miramos los dos. Y sonreímos cómplices aquella vez.
La primera de tantas.
Enseguida se acercó a la abuela y le dijo algo al oído. Ella se apartó un poco y lo escudriñó con su mirada celeste.
-Espero que sea una buena idea -dijo en tono serio.
El abuelo hacía planes. Mascullaba mientras buscaba cosas. Algo se le había ocurrido para mostrar a su nieta. Hija única ella, la que dormía lejos del rebaño bahiense…
-Vamos, ponete el abrigo. ¿Tenés un saco o …?
-El que me tejió la abuela, ese de colores lindos.
-Apurate. Vamos a hacer unos mandados.
Vi una sonrisa, apenas insinuada en ese rostro parco, serio, de mirada huidiza.
-¿Ahora mismo?
-¿Estás lista?
-Quiero algo rico… ¿Vamos a la panadería de Doña Florita?
Se movía en silencio. Sabía que me había escuchado… ¡Qué intriga!
De pronto lo veo ponerse los broches en las botamangas de sus pantalones, gastados como su piel. Se va al galpón. Saca la bici. Toca las ruedas, aprieta. Las dos están bien infladas. Hace sonar la bocina, su campañilla. Mi cara se iba encendiendo: todo el amor en el rubor de mis mejillas. Ajusta el asiento y el canasto. Aprieta los frenos. Chequeo aprobado.
-Bueno, listo, subite.
Me ayudó a hacerlo. Me senté atrás. Lo abrazaba fuerte. Él iba saludando. En cuanto lo veían los conocidos le preguntaban:
-Che, Manolo, ¿y esa nena?
-Nieta porteña, la hija de Chichita.
-Ah! Tenemos visita, parece…
-¡Todo el verano se queda! Hay que aprovechar...

Apoyada sobre su espalda sentía su respiración, por momentos agitada, como si le faltara el aire. Más tarde lo supe: su talón de Aquiles. Resultado de horas extra con la pintura. Frío, heladas a la intemperie, viento, calor insoportable. No importaba. Había que sumar algunos pesos más.
Desde esas vacaciones nos hicimos inseparables. Cuando llegaba el verano no me alcanzaban los días para descubrir tantas cosas nuevas con el abuelo. Compras de repuestos, mandados al almacén, mercados. Visitar amigos. Y mi compañía en el galpón, mientras arreglaba alguna de sus máquinas y herramientas. Alimentar a los animales. Cuidar la huerta. El riego con regadera. Limpiar la maleza. Las tardes eran para jugar con los primos o quedarme con la abuela.
Una tarde me pidió ayuda con la huerta y las gallinas. Zapallos enormes surgían en la tierra entre hojas gigantes. Tomates, orégano, morrones. Plantas aromáticas. Lavanda. Flores pequeñas y grandes, jazmines, rosas, verbenas. En cada vegetal resplandecía el sello de sus manos. El clima seco y ventoso de Bahía Blanca le había dejado la piel cortajeada, áspera.
-Andá al gallinero y sacá los huevos, ponelos en esta canasta.
Entré despacio. Primera vez. Tenía miedo. Los picotazos dolían.
Las gallinas estaban más asustadas que yo.
Dispararon hacia el alambrado levantando sus alas y cacareando por la invasión. No pasó nada.
Quise agradecerles… ¿No vivían muy apretadas ahí? Me acordé de los teros correteando por el fondo. ¿Y ellas? ¿Por qué no?
Guardé los huevos. Cuando salí, dejé la puerta abierta… ¡Recreo!
La cara de la abuela, al rato, me confirmó que no había sido buena idea. ¡Qué lío! Aquello era un revuelo de plumas y cacareos de gallinas, gallo y también de la pobre abuela.
Entre los dos las fueron enfilando hasta que se metieron toditas en el gallinero. Para colmo había empezado a llover. Tuvieron que buscar diarios para cubrirse la cabeza.
Yo los espiaba agazapada desde un rincón. No sabía si reírme o llorar. Ahora viene la abuela y me reta de lo lindo. Pero no. ¡El reto se lo ligó el abuelo!
-Pero Manuel, ¿no ves que es una nena?
-Me distraje un momento, nomás…
-Pero ¡qué va! Ella es una nena, sos vos el que tiene que mirarla.
-Bueno, Augusta, fue una travesura.
-Más tuya que de ella, caramba! Cuando están juntos parecen dos criaturas, Manuel.
-Bueno, bueno, Augusta. Ya pasó. No sé dónde se metió ahora.
El abuelo me encontró acurrucada en el umbral de la puerta.
Cambió su semblante. Me abrazó fuerte.
-Aquí ya está todo arreglado. Gallinas y gallo en su lugar. Y nosotros dos nos vamos adentro a comer algo rico y jugar a la escoba. ¿Cuánto te apuesto que esta vez te gano?
Llegó mi primera comunión. Los abuelos no podían faltar. Y su regalo tampoco.
-Ni te imaginás la sorpresa —comenta mamá.
Traían una caja con agujeritos. ¿Qué era eso?
-Abrilo despacio, con cuidado.
¡Un canario! Seguro era de la pajarera de María, amiga de la abuela. ¡Cómo cantaba Lucito! Un habitante de aquella selva anhelada cada verano ahora piaba en mi cocina.

El viaje había sido largo. Once horas en tren o más. Había que renovar el agua para el canario.
Pringles: la estación con mayor tiempo de parada, quince minutos. Vaya a saber dónde estaba la canilla o si la respiración no alcanzó para la corrida. Sonó el silbato. El asiento vacío. La abuela asustada. El guarda notó su desesperación en el rostro.
-Tranquila, señora. Ahora aviso.
Fueron segundos interminables. Augusta no dejaba de sorprenderse de este marido rudo y terco, capaz de un gesto de amor hasta el límite. Como sucedió con la pintura y sus pulmones.
Su manera de dar.
Volvió con el agua. El tren arrancó y Manuel de a poco recuperó el ritmo de su fatigosa respiración apoyado en la ventana, contemplando la noche y esquivando la mirada de Augusta, que empezaba a comprender lo que decían sus silencios.
Fue su última hazaña.
Pasaron unos años. Por las cartas de la abuela, me enteré de que estaba internado. Enfisema pulmonar. Yo tenía diez: no sabía de qué se trataba, pero no era nada bueno.
La correspondencia iba y venía, y con ella, también mis dibujos para el abuelo. Llenos de colores, animales, plantas. Y nosotros dos, siempre de la mano.
Un día llegó la hora de viajar...
***
-¿Dónde estás, abuelo? ¿Es cierto que no volveremos a verte? ¿Dónde te metiste? ¿No será otra de tus bromas?
Mi desconcierto no tenía respuesta. Mi tristeza crecía.
Los ocho nietos —los de Bahía y yo, la única porteña— caminábamos en fila. Mis tíos, amigos, vecinos. Mucha gente. Todos en silencio.
Era un lugar grande que no conocía. Con árboles y flores. Al abuelo le hubiera gustado…
-Ahora está en el cielo. Te ve desde ahí, aunque vos no lo veas. Sabe cómo estás, qué sentís. Y te sigue queriendo y cuidando.
Misteriosas palabras de mamá. ¿Una nueva casa para el abuelo?
De regreso, pensaba mucho en él. Quería hablarle.
Se me ocurrió un día muy soleado. El cielo relucía, como un campo infinito de un celeste profundo. Pedí un globo bien grande.
Y le escribí una carta:
“Abuelo, te extraño. Espero que estés bien. Te quiero mucho, mucho. Lucito se despierta y canta como Piquito de oro, el canario de ustedes.”
Se la até con el lazo del vestido amarillo. Ya me quedaba chico, pero él se acordaría de esos primeros mates…
Soplaba fuerte el viento.
Marilú Ciapponi Taller de Escritura Vivencial (TEV) - Fotos: archivo personal

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