El "compost heap" que abona nuestra tierra creativa
- Claudia Maiocchi
- 22 abr 2021
- 3 Min. de lectura
Arrancamos el Taller con una propuesta inspirada en la MasterClass de Neil Gaiman: rastrear lecturas y demás experiencias culturales y de vida largamente procesadas, que nutren nuestra imaginación y abonan historias. Aquí, un relato de Marcela de Aracama.

Aprendí a leer sentada en su falda. Mi abuelo, el hombre tan temido, desplegaba una paciencia infinita conmigo. Me consentía en todo. Para mi cuarto cumpleaños me preguntó qué quería. La enfermedad de mi abuela Carola imponía un viaje a Buenos Aires. Escondiendo la tristeza, puso el acento en que habría mejores jugueterías.
- ¿Cualquier cosa, abuelo? ¿En serio? El entusiasmo me desborda.
- Si. Cualquier cosa.
- Entonces quiero ir a la escuela.
- Pero… sos muy chiquita. Vas a cumplir cuatro, y el prescolar empieza a los cinco.
- ¡Yo quiero ir igual! Ya sé las letras. Decile a la señora Coca.
Por aquel entonces la “Señora Coca’’ era una institución: directora de la escuela y maestra en prescolar. Vivía frente a la farmacia del abuelo. La veía pasar a diario con su impecable y almidonado guardapolvo blanco. Rodete en el pelo y portafolios de cuero marrón. Su figura me fascinaba.
Desde siempre, cuando algo me entusiasma, insisto hasta el cansancio.
Supongo que así fue. La cosa es el abuelo habló con la señora Coca, quien llamó a la Dirección de Escuelas de Santa Rosa, y carta mediante, (¿Quién se animaba a un “No” al abuelo?) y tal vez otras gestiones que no supe, empecé prescolar, en la categoría “oyente”.
Por la edad, no estaba matriculada, pero nunca faltaba. Inclusive tuve que repetir: la señora Coca fue mi maestra dos años. ¡La adoraba!
Mi abuelo… era mi abuelo. Sólo eso. ¡Y no era poco!
Con el tiempo, supe que fundó el Colegio Secundario de Guatraché, Provincia de La Pampa. Eligió bautizarlo Juan Bautista Alberdi, por su admiración al patriota y jurista brillante. Hilos invisibles me llevarían años más tarde, currícula mediante, a estudiar las “Bases…“ en Historia del Derecho.
En el pueblo, una calle y una placa alusiva conmemoran el aporte de mi abuelo al saber. A mí me enseñó a leer y escribir, como un pasaporte a la libertad y a nunca sufrir la soledad.

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Año 70. Un verano intenso.
La modista cosía prolijamente el N* 6 en cada prenda de mi ajuar, que por cierto era abundante y nuevo. Sábanas, almohada, camisones, uniformes varios… Me habían admitido como pupila en el Colegio María Auxiliadora, de Bahía Blanca. Séptimo grado. A mis once, “Marcelita”, la niña mimada, se transformó de manera abrupta en el N* 6.
Sólo había otras dos pupilas en ese curso. Resulté la menor entre unas doscientos cincuenta internas. Y, como hecho habitual, la más bajita… Todo era enorme, helado y la comida, vomitiva.
No distinguía a las monjas. Todas se me antojaban iguales: vampiros negros y sigilosos a lo lejos. De cerca, alguna que otra sonrisa tenue. Los besos y mimos de mami en mis despertares trocaron en la campanilla estridente de la monja de guardia, quien batiendo palmas y al grito desencajado de ¡Viva Jesús! aterrorizaba a la pequeña, que respondía de un respingo: ¡Viva María!
Recién llegada, tímida y sin amigas, un día me perdí entre los pasillos. Dando vueltas en círculo al punto del llanto, de pronto se abrió ante mí un santuario: la Biblioteca. Su magia derretía barrotes y me invitaba a aventuras maravillosas, llenas de fantasía.
Encontré el secreto salvador del aislamiento: huida y supervivencia. La llave maestra para entrar a las puertas del cielo era mantener el Aprobado en todas las materias. Por aquel entonces, había clase hasta los sábados.
Desde Dumas a Chejov, devoré lo que estuviera a mi alcance. Conocí la Malasia de Sandokán y Sissi, la Emperatriz de Austria, me habitó en castillos de mármol y vastos jardines.

Corín Tellado estaba altamente proscripto, obvio. A mis trece, otro despertar. Escabullía ejemplares de contrabando en aquel austero pupilaje: mi fama de niña estudiosa evitaba controles. Lugo los disimulaba en otro libro de portada permitida.

***
Muchos años más tarde, me encuentro a mí misma tratando de entusiasmar con la lectura a un montón de jóvenes reclusos del penal de Marcos Paz. Sueño con que esos chicos vibren y escapen a través de los libros. Difícil enamorarlos, aunque no imposible. Que alguno logre revolotear por ahí ya vale el esfuerzo.
***
Pandemia. Cuarentena. No me encierro: sólo me quedo en casa.
El abuelo me enseñó a volar. Ahora, a veces cambio de alas y a los libros les sumo el embrujo de Internet.
Gracias, abuelo, por legarme el infinito.
Marcela de Aracama
Que bueno poder rescatar todas estas vivencias