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El profe: vientos de cambio

  • Foto del escritor: Claudia Maiocchi
    Claudia Maiocchi
  • 16 nov 2023
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 16 nov 2023

Matilde Artagaveytia Gómez, montevideana que se unió este año al Taller, comparte el perfil y la historia de su "personaje inolvidable", un profesor excéntrico y sin filtro que, mientras la narradora misma atravesaba una crisis y se iba transformando, supo hacerse respetar y querer por el singular grupo de mujeres que siempre lo rodeaba.



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Se nos complicó estacionar: María y yo llegamos tarde a la primera clase. Los encuentros se realizaban por turno semanal en casa de alguna de las once alumnas mujeres del Profesor Jorge Medina y esa vez tocó en lo de Sofía Arroyo. Yo no tenía mucha idea de qué se trataba la Semiótica, pero confiaba en el buen juicio de mi amiga.


Entramos en pleno discurso del profesor, que no se interrumpió ante nuestra llegada. Como pudimos, nos sentamos en dos sillones vacíos a ambos lados del orador, mientras saludábamos con la cabeza y cara de culpables, intentando no hacer ruido.


Una vez instalada, lo miré con algo de extrañeza por su aspecto, tan particular. Con el pelo teñido sin disimulo de negro azabache, estaba recostado —casi tirado— sobre el lado derecho de un sillón alto y fumaba un cigarrillo tras otro. Pero hablaba sonriendo, como un niño pícaro:

—No sabemos cuál es la realidad. Cada uno cree que la suya es la verdadera, pero no. Por ejemplo, esta mesa ratona aquí en el medio, de vidrio y patas de bronce, seguramente para la dueña de casa es muy linda: es lo que se usa ahora y bla bla bla. Pero para mí es horrible —lo escucho azorada, no me atrevo a mirar a Sofía.

El tipo sigue como si tal cosa:

—No concibo que no ponga una mesa antigua, elegante. Puede haberla heredado y, si no tiene de quién heredar, entonces la compra en un remate. Ustedes miran la mesa y creen que ven la realidad, pero no es así. Es la realidad de cada uno, producto de sus creencias, gustos, prejuicios, estructuras…


Me interpela, pienso. Y eso me gusta. Así que lo que vemos no es real, no es “la verdad”. Y a la dueña de casa le dijo lo que dijo en la cara…

Igual que las demás mujeres, no puedo dejar de mirar y escuchar fascinada al profesor. Sigue diciendo cosas que no termino de entender. Y también provocando: cuestiona nuestras creencias.

En la pausa, Sofía le sirve otra taza de café y le acerca el plato de masitas. El profe pasea su mirada de una en una, señalándolas con el dedo durante un tiempo largo y dice:

—No sé cuál elegir, todas se ven tan ricas…

Por fin toma una y se la lleva a la boca.

Todas respiramos aliviadas, no queríamos que volviera a molestar a Sofía. Después me entero de que nadie se ofende: ya lo conocen y le perdonan todo.

—¿Sabían que esta confitería era de la amante de aquel ministro, Furetti? —pregunta, señalando el papel que envolvía las masas hasta recién. —O eso dicen, por lo menos. Se la tuvo que comprar cuando ella lo amenazó con contar todo en la radio…


Todo un personaje, mezcla de genio y chusma de barrio, pienso. Pero me atrae. Además, presiento que puede ayudarme. Especialmente en esta etapa que estoy viviendo, con vientos de cambio y tanta incertidumbre.

*

Se preguntarán por qué hablo de incertidumbre. Por entonces yo transitaba la menopausia —emocionalmente me afectó—; había dejado de trabajar después de muchos años y acababan de diagnosticarme una enfermedad autoinmune. Nada grave, pero sí crónica… Muchos cambios. ¿Muchas señales? La Semiótica podría venirme bien.

Una mañana María me pide que la acompañe a llevar al profe a su tratamiento semanal en una clínica privada. Le pregunto de qué se trata, pero ella, que lo conoce desde hace más tiempo, tampoco sabe mucho: es para mejorar su salud, se lo hacen también dos embajadores amigos… Se sientan en butacas reclinables y los enchufan a algo parecido a un cóctel rejuvenecedor. Mi amiga no se anima a preguntarle si él no saca el tema… En todo caso, supone que es para fortalecerlo. Él sólo le pide que lo lleve y lo traiga, porque le cuesta enormemente caminar. Y le gusta que lo ayuden, especialmente las mujeres.

Subimos a su apartamento: la puerta está sin llave. Entramos anunciando nuestra presencia en voz alta. Miro a la derecha y veo el comedor oscuro, de muebles antiguos, pesados. En diferentes lugares, varios adornos, la mayoría dorados…

Él está esperándonos en el living, más iluminado, cuyo ventanal da al río. Lo vemos en el lugar donde pasa sus horas: un sillón alto estilo medieval, duro, de madera con brazos. Rodeado de almohadones y mantas, una mesita con varios ceniceros y, al costado, un escritorio lleno de libros.  Desde allí nos invita a pasar y, mientras nos adula, a ayudarlo a levantarse:

—Lindas mujeres, gracias por venir a buscarme. Además, muy puntuales.

Con María nos ponemos a cada lado para tomarlo de los brazos. Le cuesta mucho arrancar y caminar, aún se queda quieto unos momentos más y, mientras parece que acomoda el esqueleto, nosotras nos detenemos con él. Luego comienza a dar pasitos cortos, muy despacio, siempre hablando, sonriendo. Al salir me llama la atención un paragüero de bronce lleno de bastones. Sin uso, obvio.


El siguiente desafío es subirlo al coche, maniobra nada fácil ni rápida en medio de la rambla, donde los autos pasan muy veloces. Bocinazos, alguna frenada brusca, insultos. Parece que lo disfruta y sigue a su ritmo. Al fin logra entrar: se desparrama como peso muerto en el asiento delantero con un gemido de satisfacción. Las piernas le quedan afuera: lo ayudamos otra vez.  Igual se ríe.


Cuando estamos en marcha, nos explica:

—Saben qué, chicas, ¡soy igual a Borges! Siempre rodeado de mujeres: la madre, Victoria Pueyrredón, la Pinto, la Vázquez, Victoria Ocampo, Silvina… —Y continúa risueño. —A mí también siempre me han ayudado las mujeres y eso me hace muy feliz—. Y, como si acabara de descubrir algo, agrega: —En algo no nos parecemos, sin embargo. Borges escribió: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. / No he sido feliz”. Nunca lo entendí. Yo siempre fui feliz.

—¡Qué feliz lo suyo, profe! Siempre fue feliz… —comenta María en un tonto juego de palabras.

—Sí. La felicidad para mí es la soledad. Nunca me aburro estando solo—Piensa un momento buscando con la mirada y sigue: —También es estar conforme, es una conformidad contigo mismo, con tu vida. Claro, con un mínimo de apoyatura material, porque si pasas hambre, frío o te falta plata, no me hables de hacer poesía o arte…

Y cuando parecía que había terminado su reflexión sobre la felicidad, de pronto agrega:

—Ah. Y ser joven. Como decía Bernard Shaw hablando de la juventud, “lástima que se desperdicia entre los jóvenes”. 

Se ríe con ganas de su propia ocurrencia.


Con el tiempo, nos enteramos de que el tratamiento es para fortalecer su cabeza, sus neuronas. La juventud de su pensamiento. Su cuerpo está bastante arruinado, es verdad, pero parece no importarle. Su gran deseo es mantenerse actualizado y seguir siendo reconocido.

Pero esa es otra historia.


*


Las clases continúan de manera regular.

Un día ingresa una alumna nueva, Paula. Muy llamativa, alta y con buena figura. Siempre vestía como para ir a un coctel, con buena ropa que sabía lucir. El pelo rubio y abundante con espeso cerquillo, muy a la moda. Muchas de nosotras la conocíamos.

Luego de los saludos, con gritos incluidos en el ambiente —alguna no la veía desde hacía mucho tiempo— el profe comienza a contarnos de cuando se tuvo que ir del país, a mediados de los años 70.


—En dictadura me despidieron de la facultad y de todos lados, como a la mayoría de los profesores. El motivo: pertenecía a la maldita generación. Se referían a la del ‘45… Yo ni pertenecía, ni ellos me influenciaron en nada. ¡Ya estaba formado en esa época! Además… la generación del ‘45 es un invento —concluye.


Con total ingenuidad, interviene Paula:

—¡Ay, pobre! ¿Usted era tupamaro o comunista?


El profe apenas la mira y la ignora. La pregunta queda flotando en el aire mientras él sigue con su relato:

—Primero me fui a Buenos Aires invitado por Pla. Ahí me llamaban para dar conferencias en la Universidad de Córdoba, en Santa Fé... Vivía en Vicente López, en la casa de la Familia Linn. Calle Madero 222. Fue una época en la que conocí a gente muy importante e inteligente: Rulfo, Borges, Mujica Láinez, Benito Lynch... Por eso siempre digo: “Únete a los buenos y serás uno de ellos”—termina riéndose.


—¿En serio conoció a Valeria Lynch? —vuelve a interrumpir Paula.

Ahora ni siquiera la mira y sigue como si no hubiese hablado nadie. Algunas intentamos disimular la risa.

—Lo que siguió a la dictadura fue una catástrofe cultural. En realidad, la palabra dictadura no es una palabra mala en sí misma: es mala según quien la ejerza. A ver… Todos nosotros vivimos felices en nuestra niñez bajo la dictadura de nuestros padres. Una dictadura amorosa de papá y mamá, pero dictadura al fin. Los sistemas no son malos; malos son los que dirigen los sistemas —mientras prende otro cigarrillo con la colilla del último, vuelve a jugar con el sentido de las palabras.

—¿Por qué fuma tanto? Le va a hacer mal —sentencia entonces Paula.

Esa no se la deja pasar:

—Señora, yo voy a ser un cadáver infame y vos serás un cadáver rozagante, el más sano del cementerio —se hace una breve pausa. —Bueno, continúo, si puedo… Después me fui a EEUU, donde dictaba Literatura en una universidad. Pasaba muy bien y era reconocido, pero estuve poco tiempo: no quería vivir siempre como un extranjero fuera de su tierra. Además, aquí tenía a mi hermana —recuerda con nostalgia.

No para de fumar. Lo vemos a través de una densa nube de humo.

—Mi hijo mayor también se quiso volver. Vivía en París, nada menos, y ganaba muy buena plata —explica Paula al grupo. —Capaz que usted como profesor no ganaba tanto, ¿no?

Silencio.

—Tú quedate siendo linda y buena —le responde Medina finalmente.

Y el silencio se vuelve total.

Dos o tres de nosotras nos paramos rápido a servir el café y las masas, hablando fuerte para distender el clima. Creo que hablamos del tiempo. O algo así. 


*


Por fin, una vez el encuentro es en mi casa.

Me ocupé en ubicar la butaca alta con brazos enfrentada al gran cuadro de recargado marco dorado a la hoja, heredado de mi suegra. Estoy segura de que le va a encantar. Con ese artilugio pienso lograr que no se fije mucho en mi anodina mesa ratona de madera, sin ninguna personalidad. Regalo de casamiento.

Pero mientras entra caminando hacia la butaca, como siempre ayudado por dos voluntarias, nada lo distrae de lo que dice. Habla riendo y centrado por completo en su tema. Tanto, que resulta necesario avisarle dos veces acerca de los escalones que hay que sortear para bajar al living.

Una vez instalado y silenciado el murmullo general, comienza con una pregunta:

—¿Les conté alguna vez que el profesorado es una gran responsabilidad, pero también un parricidio?  La cosa es así: los alumnos primero te admiran, luego te juzgan. Cuando ellos quieren nacer, te matan y por ultimo te vuelven a recuperar. No todos, algunos —nos explica con optimismo.

—¿Apareció algún recuperado, profe? —pregunta María, que ya sabe algo del tema.

Claro, un queridísimo alumno publicó sus poemas. ¡Y me los dedicó! —nos dice feliz como un niño.


Luego de contarnos los pormenores de la publicación y el éxito alcanzado por su alumno, me pide un café:

Y un vaso de agua por favor. No te olvides de servirlo por la mitad.

María viene en mi auxilio y me explica la extraña regla de educación que el profe cumple y hace cumplir a rajatabla: siempre hay que servir media taza de café o té y lo mismo si se trata de un vaso de agua, refresco o vino. Sin concesiones. Como un dogma. Muy bien, no hay problema, cumplo sus dictados al pie de la letra.

Gracias, Matilde, buen aroma este café y muy rico. ¿Me servís otro?  Y enseguida: Veo que tenés un cuadro muy lindo, seguramente heredado.

Si, gracias, es un Laroche. De la familia de mi marido respondo sin esperar que diga nada del resto de los cuadros colgados, pero con marcos de madera simples, como a mí me gustan.


Luego sigue hablando de su forma de ejercer como profesor: sabe que es cuestionado por unos, pero amado por muchos.

¿Sabían que la gloria es como el amor? Si tú lo sigues, te abandona; si tú lo abandonas, viene hacia ti—. Y nos aclara: —Pero no son palabras mías, son de la ópera Carmen.


Se va por las ramas otra vez. Pero siempre vuelve a la auto referencialidad:

—Y que uno de mis alumnos preferidos fue Zitarrosa, ¿ya lo conté? Fue alumno de mis talleres literarios por varios años y, escuchando sus canciones, se aprecia su poesía… Muchos alumnos me comentaron que Guitarra negra, por ejemplo, es muy parecida a mi tipo de poemas: versos oscuros, pero con resonancias.

Cuando al fin deja de hablar y da por terminado el encuentro, todas se van levantando mientras charlan y buscan sus abrigos. Desde la butaca, el profe me llama. Me acerco para escucharlo mejor y dice:


Gracias, Matilde, pasamos muy bien en tu casa. Veo que no se te escapa nada, estás en todos los detalles. Siempre atenta a que los invitados pasen bien, especialmente yo. ¿Ahora me ayudarías a levantarme?


Quedo sorprendida por cómo me captó. Es egocéntrico, sí, pero le gusta y sabe leer a las personas para conocerlas.


*


Con el paso de los años, nos fuimos haciendo cada vez más compinches. Nuestro grupo sabía que no pertenecía al taller de “los que prometen” —es decir, los que escribían poesía. Tampoco al taller de los psiquiatras, arquitectos, periodistas o profesores… Éramos uno de los dos grupos de mujeres que había formado después de jubilarse de la facultad. El de las “Golden” fue el primero: de Carrasco y según él, todas rubias. Después, el nuestro.


A medida que ganaba confianza y perdía movilidad, nos fue organizando para que lo ayudáramos con distintos mandados:

Mañana debo ir al súper, ya tengo la lista pronta —nos decía y enseguida alguna se ofrecía a acompañarlo.

La semana que viene tengo hora con la escribana para firmar un contrato —mencionaba casualmente y lograba quién lo llevara encantada.


Y así con la farmacia, la feria, la panadería...


María y yo varias veces lo llevamos al apartamento que tenía en la calle Sarmiento. Lleno de libros: en las estanterías, las mesas, las sillas y hasta desparramados por el suelo. Un caos. Pero él lo manejaba muy bien. Nos ofrecimos a ordenarlos y clasificarlos.

No me interesa para nada, gracias. Cuando me muera, repártanlos entre los alumnos que más los aprecien. Y los demás, los donan —respondió  desapegado, aunque sabíamos cuánto los amaba.


De hecho, hablaba muchas veces de la muerte. El tema le atraía, nos decía que la sentía como una presencia. También sus poemas tocaban ese tema, como en estos versos:

 (...) Llegan a la terraza los que van a morir completamente / (…) Ya nacieron todos los que me acompañarán al cementerio (…) / El lugar perfecto es el último.

 

Fue justamente en ese apartamento donde tuvimos la última charla:

Yo te veo más curiosa y participativa, Matilde. Más abierta a confrontar y exponer tus ideas.

Sí. Aprendí a descreer, objetar, dudar. A tener mi propia lectura. Toda una revolución para mí. Y eso te lo debo a ti.

 

Por entonces, yo había comenzado a estudiar y profundizar en varios temas que me interesaban y habían estado totalmente relegados en mi vida: la energía siempre estuvo puesta en el trabajo y mi familia.

Esas realidades que fui buscando y descubriendo fueron el desinteresado regalo que Jorge Medina me hizo desde que lo conocí.

Una brisa fresca que renovó mi vida.


Matilde Artagaveytia Gómez



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