El reloj de la abuela
- Claudia Maiocchi
- 16 nov 2024
- 2 Min. de lectura
Docente trilingüe y de destacada trayectoria académica, tanto en Uruguay como en el exterior (por años viajó con regularidad a la Universidad de Oxford, donde evaluaba libros), Noelie Bermúdez llega a la escritura vivencial con un bagaje significativo de historias y saberes. En este relato, es un objeto que viaja de casa en casa —y de generación en generación— el que nos habla de su riqueza interior y de un innegable "savoir faire" con toques de humor.
La casa de Abuela era una casa de altos contigua a la nuestra. Ambas se comunicaban por un corredor que unía las cocinas; a su vez, este era la salida de servicio a otra calle.
El dormitorio de Abuela, grande y muy luminoso, con dos balcones a la calle. Me llevaba apenas dos minutos pasar al otro lado; al mundo de los cuentos, las anécdotas de parientes, los relatos “revolucionarios” de su familia, que le encantaba contarnos…
Un mueble de caoba tipo "secretaire" estaba coronado por un reloj que daba campanadas. Estas acompañaban los innumerables relatos que circulaban por ese lugar mágico.

El reloj en sí consistía en una caja de cristal y bronce, con un cuerpo de porcelana, el péndulo y una llave grande para darle cuerda. Las puertas de bronce estaban decoradas por flores pintadas en esmalte.
Las famosas campanadas acompañaban las arias de ópera que Abuela nos hacía escuchar, cantadas por Caruso, Tita Ruffo, Chaliapin —los grandes cantantes de su época...

Años después, cuando me estaba por casar, Abuela resolvió que su regalo iba a ser el reloj que había sido un obsequio de su propio casamiento, allá por 1909.
Yo, feliz. No podía recibir mejor regalo que este objeto con tanto valor afectivo.
En mi nuevo departamento había una estufa de leña en el living con una repisa de mármol y un gran espejo hasta el techo. Era el lugar ideal para este bello y señorial reloj.
Pero no me había percatado de que las sonoras y regulares campanadas nos podrían despertar en el silencio de las horas de descanso. Todas las noches me ocupaba de cerrar la puerta de comunicación con el living: así evitaba tirar el reloj por la ventana en un arrebato de ira provocado por el insomnio.

En la segunda casa donde lo mudé no existía el problema sonoro: los dormitorios se encontraban en el segundo piso.
En esta casa tuvo más de una ubicación. Cuando se le caía un diente, Mica, mi hija, le dejaba las cartas al Rey de los Ratones en la caja del reloj. Además, durante las sesiones de juegos infantiles con sus amigas, las pistas también las custodiaba el viejo y fiel miembro cantarín de la familia.
Ahora, en su tercera ubicación, ya no da las campanadas: estamos en plena búsqueda de un relojero especializado en antigüedades que le devuelva su sonoridad.
Mi nieto Ciro, de seis años, ama lo relojes. Le regalé un despertador, pero sin vueltas ya me pidió el de mi abuela. Dice que es de esos relojes “que ya no se hacen más”. Tan chiquito y sabe apreciarlo.
Por cierto, en algún momento, será suyo.

Noelie Bermúdez - Montevideo, Uruguay