La abuela de todos
- Claudia Maiocchi
- 6 sept 2024
- 6 Min. de lectura
Otra abu surge de la consigna “Mi personaje inolvidable” . El mérito de la autora, Claudia Navarro, alumna del TEV, es doble: María fue en realidad su bisabuela —no llegaron a conocerse. Así, en este texto la narradora asume la voz de su propia madre; ella le contó a Claudia la historia que hasta hoy mantiene viva la memoria de una mujer sabia y entrañable.

Era junio de 1965 y hacía frío, pero no nos importaba. Por fin se acercaba el día, estábamos todos muy ansiosos y felices.
El barrio se preparaba para festejar San Juan y San Pedro. Tiempo de fogatas y de escribir nuestros deseos en pequeños papelitos, que la abuela María repartía a todos los chicos con una consigna:
—¡Deben escribirlos todos! Luego los quemaremos para que se cumplan.
Todos obedecíamos, entusiasmados.
Mis trece hermanos y yo —sí, éramos catorce— contemplábamos emocionados aquella montaña gigante de cardos en medio de la calle 12, en Victorica, La Pampa.
Éramos un pueblo pequeño, todos nos conocíamos. Calles de tierra, sólo las que rodeaban la plaza estaban asfaltadas. Casas humildes y sencillas, hechas a pulmón, como decía papá, que era carpintero. Las familias tenían entre ocho y catorce hijos (no éramos los únicos): una multitud en cada celebración.
El día anterior papá había hecho la base con cubiertas viejas y nosotros fuimos al monte con la abuela y juntamos los cardos que conformarían el resto de la montaña.
Un poco más allá estaba la que habían hecho los Gutiérrez y más allá aún, la de los García y los Zanin. La fogata más grande sería la ganadora.
Además de llevarnos a juntar los cardos, la abuela María llenaba de historias mágicas esa festividad que celebrábamos cada año:
—Resulta que el Sol estaba enamorado de la Tierra y se negaba a abandonarla ... —decía, haciendo voces.
Me tomaría mucho tiempo descubrir, entreveradas, distintas creencias o interpretaciones. Supe que aquella había sido en origen una celebración pagana, que fue adaptándose a través de los años y se realizaba con la llegada del solsticio de verano en el hemisferio norte. Servía, como también decía la abuela, para quemar lo viejo y lo malo y así dar paso a un nuevo amanecer que trajera consigo luz, prosperidad y esperanza a nuestras vidas.
Después se sumaron los elementos cristianos: según la Biblia, Zacarías, el padre de San Juan Bautista, encendió una hoguera para anunciar el nacimiento de su hijo y así se fijó la tradición.

Cuando al fin se encendieron las fogatas, todos los chicos danzábamos alrededor cantando y gritando. La nuestra sobresalía del resto, todos observaban maravillados, no podían entender lo grande que era.
Lo que no sabían era que durante la noche habíamos robado algunos cardos de los vecinos...
—¡Cuánta algarabía! —decía la abuela, que danzaba junto a nosotros. Su risa era contagiosa. Parecía una nena más ...
Pagana y mapuche (como ya contaré), o cristiana y devota, ¿que importaba? La abuela María sin dudas irradiaba luz, como aquella fogata. Una luz que jamás se apagaría.
*
Como dije, era descendiente de los mapuches: su piel, de tinte moreno cubierta de arrugas y el pelo largo, blanco en canas, que siempre ataba con un rodete. Con pómulos salientes y boca pequeña, sus ojos oscuros parecían esconder en un pozo profundo los pesares de la vida que había llevado.
Cuando nos miraba, se llenaban de ternura: del mismo pozo brotaba el agua fresca. Era la abuela de todos los chicos del barrio, siempre atenta y divertida. Vivía en el fondo de casa y ahí nos cobijaba cuando por alguna travesura papá o mamá nos castigaban.
—Vengan, niños. La abuela les va a preparar tortas fritas…
Y así, entre abrazos y caricias, dejábamos de llorar.
De cuento parecía su casa. Una casita pequeña hecha de adobe y paja, muy precaria, con un fogón en el medio que casi siempre estaba encendido y varios banquitos de madera alrededor, donde nos sentábamos a escuchar sus cuentos.
A unos metros de allí, una habitación con dos camitas de madera donde yo solía recostarme mientras la miraba tejer.
Preparaba unos guisos muy ricos: todavía se me hace agua la boca de sólo pensarlo... La veíamos cruzando el patio con un plato lleno y escuchábamos a papá decirle, siempre de usted:
—¿Adónde va con eso?
—Hay que ayudar a la pobre gente —contestaba.
Para ella, siempre había alguien más pobre.
—Y a usted, ¿quién la ayuda?
Ella miraba al cielo y sonreía.

*
Con ella los fines de semana siempre se convertían en una aventura. Junto con los vecinos acompañábamos a la abuela al monte a juntar piquillín, un fruto rojo del tamaño de una arveja muy dulce. Nos dejaba toda la boca roja.
—Tengan cuidado, que pincha… —se la oía decir y nada nos importaba: nos divertíamos haciendo muecas y sacando la lengua. Monigotadas de payaso. Ella festejaba nuestras ocurrencias.
En otra ocasión nos enseñó a cosechar papas de monte. Era toda una peripecia encontrarlas: era preciso hurgar la tierra con cuidado. Se trataba de una planta subterránea que crecía sobre las raíces del caldén, un árbol autóctono de la región pampeana. Y la flor salía a la superficie cuando ya estaba totalmente desarrollada. Su fruto era carnoso, de sabor astringente. Nos contaba que era una planta parásito porque se alimentaba de los nutrientes de los árboles. Aunque también servía de alimento a distintos animales y en épocas antiguas, a los pueblos originarios.
Su sabiduría era tan inmensa como la misma pampa...

En los días de Semana Santa, la travesía era ir al monte a matar serpientes. Para nosotros, todo un acontecimiento y, entre bromas y risas, aprendíamos de ella.
—Abuela, cuéntanos una historia —pedían los más pequeños. Nos sentábamos en ronda y ella comenzaba:
—Estaban Adán y Eva viviendo felices en el Jardín del Edén, un paraíso llenos de flores de colores, hermosos y frondosos árboles que rodeaban estanques de agua cristalina, donde nadaban peces de distintos tamaños. Hasta que un día apareció una serpiente enorme de colores estridentes que con voz cálida y suave les dijo: “Qué ricas se ven esas manzanas que cuelgan de aquel árbol, ¿las probaste, Eva? Y Eva contestó: No debes comer de este fruto, nos dijo DIOS…” ¡El lío que se armó!
A nosotros eso de la tentación y el castigo mucho no nos interesaba, pero Teresa siempre quería saber:
—Y con la serpiente, ¿qué pasó?
—Dios le dijo: Maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre te arrastrarás y comerás polvo todos los días de tu vida. ¡Y la muy sinvergüenza vino a esconderse al monte!
El cuento terminaba de golpe: con asombro en el rostro de los más pequeños y el murmullo entre los más grandes. Al seguir el camino, a nadie se le hubiera ocurrido apartarse de la abuela…
*
Por las tardes solía sentarme a su lado y observar cómo sus pequeñas y hábiles manos escardaban los vellones de oveja que la gente de campo le traía. Luego teñía la lana y tejía enormes mantas de color en el telar de madera que papá le había construido.
Nuestras charlas eran interminables y entre risas y cantos el sol caía sobre los médanos y la arena cambiaba de color:
En el telar de los sueños
Lana e historias se abrazan:
Lana e historias que abrigan
cuando la noche se calza
algún ponchito de estrellas
—tierra mapuche y cristiana—
que teje la abuela buena
mientras me cuida y me canta…
Pero no sólo de lana, telar y agujas sabían esas manos curtidas.
Una tarde vuelvo del colegio y la veo corriendo a uno de mis hermanos con una varilla en alto, de lo más amenazadora. Estaba muy enojada:
—¿Que pasó papá? —pregunto. Y él entre risas contesta:
—Mirá.
Mis hermanos le habían robado las enaguas del cordel donde secaba la ropa y las habían transformado en barriletes. Era difícil verla enojada, siempre parecía tener guardada una caricia tierna para cada uno de nosotros. Para mí que le dio como pudor…

*
Nos acompañó durante la niñez y la adolescencia.
—Estudien —nos decía. Honren a mamá y papá, que les dieron la vida. Sean humildes y respetuosos.
Nunca supo leer ni escribir.
—Que no se les haga costumbre buscar a Dios sólo cuando hay problemas. Él debe estar presente todos los días —decía.
Otro de sus lemas: “Haz el bien sin mirar a quién”.
Aún hoy cuando cierro los ojos puedo escucharla y añoro sus besos en la frente.
Todos los fines de año, hago papelitos con los niños de la familia y cuando llegan las 12 los quemamos en un pequeño fuego improvisado con maderitas. Destellos de luz alumbran el cielo, como en aquellas noches de junio. Y mi corazón se llena de estrellas.
Murió a los ciento cuatro años, dejando enormes enseñanzas a todos los que la conocimos. En su lápida figura la siguiente inscripción: “María Prhal, la abuela de todos”.
Claudia Navarro - Buenos Aires, Argentina

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