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Lecturas, pelis, música... la vida misma

  • Foto del escritor: Claudia Maiocchi
    Claudia Maiocchi
  • 20 abr 2021
  • 4 Min. de lectura

"La consigna era escribir sobre el 'compost heap' de la propia vida espiritual y creativa", explica Marilú Ciapponi. "No sabía por dónde empezar, pero lo primero que me surgió fue mi paso por la carrera de Letras y mi eterna pasión por la filología, el origen y la composición de las palabras".



Heap: montón, cúmulo, pila, acumulación.

Compost: fertilizante compuesto de residuos orgánicos, tierra y cal.

“El Compostaje es un proceso de transformación natural de los residuos orgánicos por oxidación, que los convierte en abono rico en nutrientes. Cada 100 kilos de basura orgánica se obtienen 30 de compost”.


Desde que tengo memoria me veo leyendo en algún rincón, y eso me recuerda una frase de Flannery O’Connor que leí al pasar: “Si atravesaste tu infancia, ya tienes material para escribir”.

Parafraseando la descripción del compost, podría decir que por cada año vivido es posible obtener… ¿diez historias? ¿Quizás cincuenta? Y es que todo es escribible.


Así que tal vez mi compost comience con mi vida, también de algún modo una novela. Puedo alimentar la tierra de mi escritura con vivencias, por un lado y, por el otro, con varios libros, películas y temas musicales. Tanto de todos ellos que me animo a decir, como Pablo Neruda: Confieso que he vivido.


Ciertas películas oficiaron de relatos anticipatorios del periplo del héroe, ese que recorrí cuando se cayeron todos los velos...

Por un lado, “Pan y tulipanes” y “Los puentes de Madison”. Ambas cuentan las historias de dos amas de casa, casadas, con hijos adolescentes y la aparición sorpresiva de una posibilidad de cambio, que sacude el letargo de su rutinaria y agrietada convivencia matrimonial.

Por el otro, “Yo amo a Shirley Valentine”: otra ama de casa aburrida de la relación plana y sin palabras con su marido, que desea nuevos horizontes. Una amiga la invita a viajar a Grecia donde acontece la epifanía.



En otro orden, fueron importantes la película y el libro de Isabel Allende “La casa de los espíritus”. Y también la serie danesa “Algo en qué creer”. Obras que expresan mis intuiciones sobre la vida y los planos de la existencia humana. Me gusta pensar que la vida no se termina con la muerte. Que es posible la comunicación espiritual a través de una vía sutil, íntima, personal.


Más atrás en el tiempo, “La dama y el vagabundo”, “La noche de las narices frías”, “Bambi”: historias que habitaron mi infancia. Cachorros en peligro, abandono y rescate, orfandad. Esas películas hicieron vibrar mi sensibilidad natural, alimentada con cuentos, mi regalo preferido. Los que llegaban como resultado de salir a pasear y los que me contaba papá, casi todas las noches.

-Había una vez una nena que se llamaba María de Luján… - a veces comenzaba.

-No, papi, en serio, contame el cuento. Si no, no me duermo nada –protestaba con una sonrisa por el chiste con mi nombre.


Al tiempo primordial de la infancia pertenecen los recuerdos de la señorita Susana en el jardín maternal de Parque Chas. Cuando nos pedía sentarnos en ronda... se venía el cuento, a veces con títeres y todo. Después elegíamos un rincón de la sala y la actividad era libre: por mi parte jugaba, muchas veces pintaba y me preguntaba luego cómo habían entrado tantos colores en mi delantal y en mis manos. En casa no precisaba contar qué habíamos hecho...




Uno de mis primos en Bahía Blanca era hijo único, como yo. Mi papá arreglaba con mi tío la mejor salida: excursión al balneario. Agua, sol, arena, baldes y palas y, para ellos, charla entre hermanos. De regreso, tras la merienda, nos íbamos a jugar... ¡y a leer! Todos se sorprendían por el silencio. Ni nos dimos cuenta de que una vez nos sacaron una foto...




“La novicia rebelde” y “Melody” me encontraron con la imaginación a caballo de amores extraordinarios. Me identificaba con las protagonistas: quería vivir algo así. ¡Si habré soñado despierta con Mark Lester, el chico de Melody!



Ahora que lo pienso, veo que las historias que más me marcaron tienen que ver con la construcción del amor de una mujer por sí misma.

Algo así se desprende de mis eternas lecturas durante los veranos en Bahía Blanca: las Alicias de Lewis Carroll, Mujercitas, Papaíto Piernas Largas, Hansel y Gretel, Cenicienta, Jane Eyre y tantos más. La lista es interminable. También incluía historietas: Patoruzú, Patorucito, Isidoo, Hijitus. Nueve de las once horas de viaje en tren a Bahía las pasaba releyendo esas pequeñas revistas rectangulares mientras detrás de las ventanillas era todo campo, vacas y terneros.


Las figuritas también aportaron al humus literario: el álbum de turno se convertía en rutina esencial y, a la salida del colegio, me dedicaba a cotejar faltantes y realizar el ansiado trueque, que alguna vez resultó salvador y me permitió completar la colección. Con colores vivos, zonas gamuzadas, brillantinas y hasta adornos de puntillas desfilaron ante mí Cenicienta, Blancanieves y otros tantos personajes.




La música, por su parte, me resulta tan importante como los libros y las películas. Es raro que no me acompañe con algún tema. Despierta mi sensibilidad y mi pensamiento la sigue. Me lleva de viaje a cualquier tiempo y lugar. O me permite estar más presente en mi tarea. Mis deseos y proyectos a futuro también llevan música.

El folklore, el tango, el bolero y la música clásica me conducen otra vez a tierra natal y los recuerdos de familia. Me criaron con música, bailaba con papá en el living los boleros, a veces mamá también ponía algún disco romántico. Luego resonaron montones de temas con quien sería mi novio, marido y padre de mis hijos.


Rock argentino y sinfónico. Años ochenta. Reuniones con amigos. Noches de amor. Recitales. Madrugadas de estudio.

Un breve capítulo aparte son los temas que más adelante bailaría sola en el living, luego de llevar los chicos al jardín. Giraba, mis brazos aleteaban y en esos arabescos domésticos recuperaba mi libertad por unos instantes... La demanda maternal resultaba agotadora y esos pasos de baile me devolvían energía. De aquella época, todavía me acompaña el autor Path Metheny,



Ahora, al volver sobre mi compost, sigo juntando y revuelvo pedacitos de recuerdos variados, múltiples.

El compost no tiene fin. Nunca se sabe qué saldrá de esta mezcla abonada con historias, ilustraciones, letra y música...

Esto que escribo ha recibido ese alimento y brota como un pequeño jardín florido desde la tierra blancuzca de una pequeña libreta sin renglones.


Marilú Ciapponi

 
 
 

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