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Margarita y el árbol moro

  • Foto del escritor: Claudia Maiocchi
    Claudia Maiocchi
  • 2 jun 2021
  • 4 Min. de lectura

En el grupo de los viernes estamos entrenando la atención: mirar y "escuchar" el habla de los personajes, su especificidad, su voz. Marcela de Aracama comparte este texto que le reveló secretos de su abuela Marga...y de ella misma.

Marga. Abuela Margarita. La vieja Aracama. Todas compiladas en una mujer de porte pequeño, incluso para mí, que soy bajita. Parecía una tierna viejecita de cuento.

Parecía.


Aún hoy me sorprende su don de mando y lengua mordaz de claridad meridiana: enmudecía al rival, adulto o niña…

Yo tendría ocho años cuando mamá enfermó y pasó una larga temporada en Buenos Aires. Mi hermano Dani y yo quedamos a su cuidado. Papá, apenas presente. Sólo ella y el "servicio": sirvienta, cocinera y lavandera.

Ya por ese entonces blandía el bastón:

- Marcelita, quedate al lado de la muchacha. Vigilá que limpie.

- …

- Marcelita, sos la mayor, da el ejemplo.

- …

- Marcelita, ¿te bañaste? ¿Y las orejas?


No daba tregua ni mostraba piedad.

Mirada firme, atuendo impecable: blusas de seda siempre abotonadas en nácar. Cabello blanco sujeto con peineta. Y ese bastón devenido en extensión del dedo índice, que oficiaba de cetro para señalar imperfecciones.


Por supuesto, yo charlaba y reía con la “sirvienta”. Pecado capital.

A escondidas, la chica nos contaba cuentos y la vida en la soledad de la abundancia se tornaba más amorosa.

¿Qué sabía yo de limpiar?

¿Qué sabía yo de lo que en verdad pasaba?

A veces la odiaba.


Otras, en cambio, visitarla se me volvía una fiesta.

Cuando estaba pupila, cada vez que regresaba a casa la bienvenida de la abuela Marga se expresaba en mi torta favorita. Infaltable.

Su sabor anida hoy en mi memoria: la mejor pastafrola que jamás comí, en sabor y presentación. Intenté un par de veces… imposible igualar semejante perfección.

Me conforma copiar sus postres de gelatina con frutas cortadidas en pequeños trozos. Hasta en eso, la presentación era envidiable. Desmolde impecable de frutas saltarinas eternizadas en plena pirueta…


Hoy percibo fragilidad en su dureza. Pastafrola de masa crujiente y membrillo tierno... Marga usó máscaras.

Tal vez yo también las uso, silencio mis quebrantos y sobrevivo.


En el pueblo la tenían calada: era caprichosa y testaruda. Siempre enferma-siempre sana.

- Doctor, me siento mal. Y esta vez es peor que otras. Usted no escucha.

- Pero, Doña Margarita, usted está muy bien.

- No es cierto, doctor. ¡Usted no sabe nada.! Voy a consultar con otro. ¡Tiene que internarme y contralar la presión y todo eso!

El pobre médico suspira resignado. Sabe que la vieja Aracama es una institución. Eso sí: a veces, insoportable.

- Bueno, Doña Margarita... ¿Que más da? La interno y no jode.

-Eso sí, Doctor. Al Hospital no voy. Prefiero la Clínica del boulevard. Habitación con ventanal a la calle…

Que vieja terca, piensa el galeno.

Accede.


¡La muy pícara! En época de carnavales se aseguró la mejor vista del desfile, corso y toda la movida del pueblo, cómodamente instalada en una regia cama, más de hotel que de sanatorio. Y atendida de lo mejor.

Resplandecía salud. Otra vez se salía con la suya…


***

Llegaron mis 15 años. Yo luchaba contra mi madre, un vestido que odiaba, el pelo tipo torta y un novio pegajoso que no soportaba.

Justo llega la abuela. Golpea la puerta de mi cuarto con su bastón y no espera respuesta:

- Marcelita…

- Ay, abuela, ahora no.

- Vení, querida. Nada de ahora no…

La miro angustiada. Es demasiado.

Desde mi cuarto escucho las risas de sus hermanos: tío Raúl, tía Clara y Muni. La familia a pleno reunida para la fiesta del año: mi ejecución en sociedad.


Trago saliva. Dejo a la abuela y su bastón con las ganas y me escapo a saludar:

-Hola Tía, Raúl, Muni-. Sonrío.

Me abrazan con fuerza. De pronto, una brisa fresca de gente divertida.

-Marcelita, te traje algo-. La abuela me siguió desde el cuarto y sostiene una cajita alargada con un moño precioso. El bastón descansa.

Abro el regalo con prisa. Por un instante quedo muda.

-Gracias, abuela. No esperaba este lujo- Mi sorpresa y desconcierto no encuentran más palabras. Nos quedamos un buen rato en silencio.

- Tal vez vos, algún día…- se interrumpe. Y vuelve a hablar de ella misma, como siempre: - ¡A mí me hubiera gustado tanto poder estudiar!


La vieja Aracama…

¿Cómo se le ocurrió? Margarita me vio mucho más de lo que parecía posible: me supo abogada muchos años antes. Se anticipó a mi vida, como el bastón en el aire se anticipaba a sus palabras duras. Como la cajita alargada con moño se anticipó al regalo...

Conservo como un tesoro ese juego de birome y lapicera Parker.

De oro, con mis iniciales grabadas. MdeA… casi, casi como las suyas.



***

Activa hasta el final, murió de pie como un buen árbol moro. Me dejó su anillo de compromiso: había recomendado expresamente que se me entregara.


Fue atípica, se alejó mucho de la dulce abuela tejedora de época.

Pionera en derechos (¡al menos en defensa de los suyos!), se dio a sí misma el lugar que creyó merecer.

Tal vez su sueño fue Buenos Aires y sus luces. Donde al final desarrollé mi carrera y mi propia vida…


¿Será acaso que me parezco a ella?

¿Seré, como ella, otro árbol moro?

Con M de moro y A de árbol... Sí.

Quizás sea ese su último legado.


Marcela de Aracama



 
 
 

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