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Que hubiera pasado si...

  • Foto del escritor: Claudia Maiocchi
    Claudia Maiocchi
  • 25 nov 2020
  • 7 Min. de lectura

La consigna la dio Juanca Kreimer en el curso de Formación en Escritura Expresiva de Fundación Columbia (lo asisto en la coordinación: GRACIAS, maestro). Me gustó el juego contra-fáctico; imaginarnos una vida distinta.


Por citar a dos grandes, algo así hace Paul Auster en 4,3,2,1: cuenta la misma vida cuatro veces, solo que con pequeños giros del destino. Otro tanto leo por estos días en Anagramas, de Lorrie Moore. Me pregunté: ¿y qué si hubiese sido una teen más rebelde, no aquella tan sumisa y asustada? Aquí, "La abuela Cata". Un homenaje a mis dos abuelas: Lala (por el lado materno, en la foto conmigo embarazada de su primera bisnieta) y Juana, la mamá de papá.


LA ABUELA CATA


Qué garrón levantarse tan temprano un domingo. Y peor todavía: ir a misa. Decí que esta es en memoria de la abuela Cata. La quería tanto… Tres años ya.


No es que yo no crea en Dios y esas cosas. Jesús me parece un groso: caminaba sobre el agua y todo eso. Y María, también – ¡hay que bancarse embarazada a mi edad! Aunque lo del Espíritu Santo no resulte fácil de digerir, vamos. Y eso de que los muertos van a resucitar, mmm… qué sé yo. Me cuesta. Me acuerdo bien de cuando se murió: la abuela fue el primer muerto que vi. No parecía ella, me imaginé más bien en un museo de cera.

- ¡Sí, ya voy! –le grito a mamá cuando me llama desde abajo.

Qué hincha. Decí que si no le prometía levantarme, ayer no me dejaba ir a ensayar con la banda. Mejor me voy vistiendo.


Digo yo, si la abuela resucitara, ¿volvería a levantarse temprano para ir a la feria a comprar fruta madura y prepararme esos jugos caseros? ¡Eran lo más! Toda la casa se perfumaba con el olorcito… La hervía a fuego lento, con cáscara y todo para que el sabor resultara más intenso, decía.

¿Y me dejaría darle inyecciones en la cola con los palillos de la cocina, como cuando jugábamos a la enfermera? ¿Volvería a contarme el cuento de la señora del bosque, con la luz apagada, la llamita de un fósforo y esa voz que parecía venir de lejos, “Chicos… chicos”?

Y yo, ¿la reconocería? ¿Sería mi abuela Cata, la de siempre? Cuando bajo a desayunar, otra vez mamá a la carga:

- No podés ir a misa con esas medias todas corridas. Cambiate. Y el alfiler de gancho en la oreja tampoco va.

- Pero mamá, tengo 13 años. ¿Qué? Como vamos a la iglesia, ¿me tengo que vestir de monja?

- No seas insolente. Ponete un jean. Y apurate, porque se enfría el café con leche y se nos va a hacer tarde.

Papá –que lee el diario, como todos los domingos– levanta la vista y me guiña un ojo. - Dale, princesa. Hacé caso. Igual, te pongas lo que te pongas, sos la más linda. Un capo, mi viejo. Corro al cuarto y me apuro. El café con leche se enfrió un poco, pero me lo tomo de un trago. Igual a mamá tampoco le gusta que me haya puesto los guantes negros con la punta de los dedos cortada.

Otra vez me salva papá, que cambia de tema mientras salimos:

- ¿Viste qué fresca y luminosa está la mañana? Vamos, vamos que ya es casi la hora.

Pocos autos. Se escucha el canto de los pájaros. El otoño flota en el aire, el sol pega lindo, suave.

Caminamos ligero y en la puerta de la iglesia nos encontramos con los tíos y el pesado de mi primo Agustín. Está copado dale que dale con un jueguito del celu y me da bronca que no se lo hagan apagar de una. Si fuera yo…

Mientras nos ubicamos en uno de los primeros bancos, la señora que ayuda ya está leyendo al micrófono:

- Esta misa se celebra por las siguientes intenciones: por la salud de Ester, en acción de gracias de la familia González…

Nos acomodamos y quedo al lado de Agustín, obvio. Entonces escucho su nombre:

- …y por el eterno descanso de Catalina, en su tercer aniversario.


¡El eterno descanso! Qué embole. Si a mi abuela Cata no le gustaba descansar, ni siquiera dormía la siesta. Siempre estaba haciendo cosas. Me acuerdo de esa vez que me contó de cuando era chica: en el campo, como no tenían muñecas, ella y sus hermanas se las hacían de trapo, con retazos de ropa vieja.

- Dale, Lala. Haceme una.

Me dio el gusto. Tenía el pelo de lana colorada, los ojos y la nariz bordados en negro y las mejillas pintadas con colorete. Cuando la vi, un poco me desilusionó, porque no era como las muñecas de tela de la juguetería, ni como aquella que quería ganarme en la kermesse de la escuela. Pero no le dije nada y me encariñé enseguida.

Todavía la tengo a la Colo en el estante de arriba de la cama. Cuando Agustín viene a casa de visita, la revolea para hacerme rabiar.

- Lectura del Libro de los Números…

Ay, abuela. Encima leen el “libro de los números”. ¿Va a hablar de Matemáticas el cura, o qué? …Y vos que apenas fuiste a la escuela.

- … Como valles espaciosos, como jardines a la vera del río, como áloes que plantó Yaveh, como cedros a la orilla de las aguas, sale un héroe de su descendencia.

Las plantas y los árboles sí le gustaban. ¡Tenía una mano para la jardinería! Y tanto como héroe no, pero de su descendencia nació papá. Y bueno, también yo (y el pesado de Agustín, que sigue tildado de la pantalla).

La abuela era devota de San Francisco de Asís, el que decía que era hermano del sol, la luna, los árboles. De todos los seres vivos, ¡hasta de las moscas y mosquitos! Está bien que fuera un santo, pero para mí lo de las moscas y los mosquitos es too much.

La hoja de los cantos de misa está dada vuelta sobre el banco de adelante. Al verla en blanco, me acuerdo de cuando le pedía que dibujáramos mariposas, otro de nuestros juegos preferidos.

Ella empezaba con un triángulo de crayón anaranjado de un lado del papel y yo hacía lo mismo como en espejo, del otro lado. Después venía un segundo triángulo más chiquito, justo debajo del primero. Otra vez yo lo copiaba y pum, aparecían las alas. Entonces les agregábamos detalles, líneas o pintitas azules y anaranjadas. Al final resaltábamos el contorno con un borde renegrido: había que apretar fuerte el crayón. Pero todavía faltaban las antenas, que se iban enroscando un poco hacia adentro. Unas patas finitas como el filamento de una lamparita y un cuerpo mínimo, como una gota en el medio. Los trazos se encontraban ahí, en la mitad: el de la abuela Cata y el mío.

A todo esto, nos paramos para escuchar el Evangelio y a Agustín lo tengo que codear porque ni se da cuenta. Para mí que la abuela siempre me quiso más a mí, su nieta mayor. No creo que a Agustín le hubiera dejado darle inyecciones ni nada.

- Entonces despidió a la multitud y se fue a casa. Y se le acercaron sus discípulos diciendo: “Explícanos la parábola de la cizaña del campo…”



Yo no quiero meter cizaña, pero la verdad me da bronca que estén los tíos, que se borraron cuando la abuela se enfermó, como dice papá. Me acuerdo de una vez que yo misma la ayudé a mamá a limpiarle la herida, y eso que tenía apenas 10.

Claro que después, cuando supe que tenía cáncer me asusté tanto que ya no pude. Los tíos venían poco. Agustín era muy chico y es verdad que viven lejos, pero igual. Hay que ver lo bien que se portó mamá, porque Cata era la madre de papá, pero la cuidó como propia y con una paciencia…

El cura habla y habla. Y en eso me doy cuenta de que Agustín ya no está con el jueguito. Miro de reojo la pantalla de su celu y veo una chica en bikini. ¡No puedo creer que en medio de la misa el pibe esté mirando tetas! ¡Este chico no tiene cura! Entonces vuelvo a mirar al cura y me da vergüenza haber pensado lo de las tetas yo.

Trato de concentrarme y fijo la mirada en otra cosa. Mientras escucho sobre la semilla que cae en buena tierra, recorro el altar, blanco y despojado, las flores que largan un perfume dulzón y el parpadeo de la llama de las velas. Miro las imágenes, a uno y otro lado del altar, ¿algunos de estos será San Francisco?

El banco es de madera oscura y durísima y Agustín se revuelve un poco inquieto. Se ve que se avivó, porque se guardó el celu en el bolsillo y ahora mira hacia delante con cara de yo no fui.

Ya pasó la colecta. Mamá siempre despotrica contra el oro del Vaticano y esas cosas. Al final, fue gracias a la abuela Cata que tomé la comunión, porque ella insistía y hasta me hizo el vestido. No solo el mío, sino otro igualito, igualito, para mi muñeca la Colo. Con tocado de tul y voladitos.

Ahora estoy de rodillas y un poco me emociona escuchar:

- Tomó el pan y dando gracias lo pasó a sus discípulos diciendo: Tomen y coman todos de él…

De repente, noto que la hoja de los cantos apoyada en el banco de adelante se mueve un poco. Vientito de otoño, me digo, y me enojo conmigo misma porque otra vez me distraigo, justo en la parte más importante.

- Este es el cáliz de mi sangre…

Tengo las manos entrelazadas en señal de oración (hasta me saqué los guantes negros con las puntas cortadas) y en verdad trato de rezar. Entrecierro un poco los ojos, pero igual veo que la hoja del banco de adelante se mueve otra vez y ahora es como un espasmo tras otro, como si estuviera viva.

No quiero distraerme más.

Estoy acá por Cata, la única abuela que conocí. Y la mejor del mundo. Te pido por Cata, Jesús (y también a San Francisco, ya que estamos). ¡Cata era tan buena! Ojalá resucite algún día. Me gustaría tanto volver a verla.

Con un último espasmo, la hoja de los cantos se sacude y cae planeando hasta el suelo. Enseguida del banco de madera oscura y durísima emerge una enorme mariposa anaranjada, con destellos azules y el borde renegrido, que ante mis ojos despliega las alas como un librito de pintar que se abre. Y se eleva despacio. No era el vientito del otoño. El aire se me espesa en la garganta. Algo me moja la cara.

- Paff! – el manotazo de Agustín retumba como una verdadera cachetada.

Pero le pifia. Y queda como un tarado aplaudiendo en medio de la consagración.

Mientras escucho el rumor incómodo de los tíos que lo retan (por fin), veo cómo la mariposa se desliza pespunteando el aire, vuela hacia el altar y se pierde, como si se fundiera con la llama de las velas.

Y de pronto, en lugar de las flores del altar, huelo un intenso perfume a fruta. A jugo de frutas casero hirviendo a fuego lento. Con cáscara y todo.

Por supuesto, me digo entonces y respiro hondo. Era obvio que la abuela Cata no me iba a fallar justo hoy.



 
 
 

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