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Astucia de ángeles

  • Foto del escritor: Claudia Maiocchi
    Claudia Maiocchi
  • 22 dic 2020
  • 3 Min. de lectura

La autora, Maia Callis, trabaja con el cuerpo: es bailarina y creadora de “Elongación 100%”, un libro que explica su método de técnicas corporales y bienestar. En este texto, revisado en el marco de la Tutoría de Escritura, son las palabras mismas y hasta las letras las que se corporizan. Claro que, para lograrlo, cuentan con asistencia angélica...


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Me resistía a terminar la novela que me había tenido cautiva desde hacía semanas. ¡Voy a extrañarla!, pensé.

Acabada la lectura, salí a comprar los ingredientes de una torta de cumpleaños. Mientras iba al almacén por el pasillo lateral de las vías sentí un tumulto en mi cerebro, tal como lo expresara Jane Eyre. Veía palabras descender delante de mí: bajaban del cielo.

Sobre el puente de la estación del tren, vi un ángel que colgaba de un tirante de hierro. En complicidad con otro, subido al techo de la parada de taxis, desenrollaban letras y frases hiladas hacia los cuatro puntos cardinales. Se divertían con mi asombro. Si aligeraba el paso, las vocales se disolvían en la brisa, una a una. Apresuré la marcha, quería cazarlas por el aire y abrazarlas a todas como a un ansiado tesoro.


Un cúmulo de frases conmovía mi andar. Cada vocablo vibraba en mis células y se fundía en su núcleo con astucia angélica.

Cruzando el boulevard hacia la avenida principal del poblado, advertí que un carruaje tirado por cuatro caballos negros aguardaba por mí. La conversación de un anciano y su enfermera bajo el rayo del sol estival no logró que yo desatendiera el viaje que emprendería. Apeada sobre el pescante del carruaje, la galería de mi memoria encendió las luces y se ufanó de su caudal de vocablos. ¿Cómo he podido vivir hasta ahora sin estas palabras?, pensé.


Ellas me habían montado sobre el carruaje hasta las góndolas del mercado. Detrás de las bolsas de azúcar, el mismo ángel del puente de la estación me invitaba a seguirlo.

No era yo quien ponía los productos en la caja, tampoco quien pagaba. Yo actuaba en este plano tridimensional con asistencia sobrenatural. Mi ser más profundo había partido rumbo al origen de las palabras… donde ebullen con profusión y envanecimiento junto a serafines y arcángeles, mientras la chispa divina las enciende. Díscolas, indulgentes, enjutas, redondeadas, glaciales, cándidas. Para ser pronunciadas con bondad, con soberbia, con petulancia, con voz flexible, con consumada cortesía.


Según el Evangelio de Juan “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios”. Aunque algunas ideas resulten inefables, el solo hecho de pensarlas provoca una gran motivación, un sostén en el derrotero del destino.

Algunas palabras, por su pronunciación, se tornan inadmisibles a ciertos oídos. Invocar palabras como “exangüe” o “intestado” con ruda veleidad atentaría contra la esperanza del enfermo y el necesitado. Otras se sublevan inexorables, como la vida o la muerte.


Cuando diviso el portón de rejas de la calle Anchorena, advierto que el viaje está a punto de finalizar. Ahora me veo desembolsar los ingredientes sobre un tablón de la cocina y noto que las vocales del paquete de azúcar han desaparecido.

Rauda, me siento frente al monitor. Imploro que las palabras se presenten en este instante cúlmine para ser escritas y que, al pronunciarlas, irrumpan como el trueno.

Que arrebaten ecos a las montañas, vibren en los sotos, sanen a los enfermos, amen al niño, se eleven por los acantilados y descansen al fin en la alegría de los corazones que saben, en verdad, vivir la vida.


Maia Callis

 
 
 

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