Historia de mi codependencia
- Claudia Maiocchi
- 15 ene 2021
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 16 ene 2021
Trabajo en la elaboración de un marco para una serie de textos autobiográficos ficcionalizados que he venido escribiendo: mi propia "Escritura vivencial". ¿Una novela? No estoy segura. ¿El testimonio para un libro de autoayuda? Tal vez, aunque si alguien del palo literario llegara a leerme me destrozaría: el establishment de las letras se lleva fatal con el “desarrollo personal”.
Lo imagino incluso intervenido con breves toques de otros géneros: poesía, cuento infantil (que se me da bastante bien), ensayo.
Un cocoliche, bah.
O un desafío. O las dos cosas...
Comparto un fragmento, ¿un capítulo?
Veremos.

Me había pasado la vida –más de medio siglo– intentando hacer dos cosas: la primera, qué original, amar y ser amada. La segunda, escribir, mi manera particular de jugar y expresarme, de articular mi mundo interno con el mundo en general. De ese modo elegía dar y darme, aunque más de una vez fracasé con estrépito en ambos rubros y me encontré mordiendo el polvo.
Sola y sin nada que decir.
Y ahí estaba, a los cincuenta y siete, sin empleo por primera vez en cuarenta años, con todo el tiempo del mundo –mis hijas adultas, viviendo sus vidas; mi marido, mi segundo marido, ocupadísimo, y yo rebotando en las paredes del silencio de una casa demasiado grande, en la que además vivía sola: nuestro matrimonio llegó tarde, luego de casi quince años de relación cama afuera. Y ese no parecía el momento más propicio para comenzar a convivir.
Sabía que tenía que resolver algunas cosas por mi cuenta y no colgarme del otro para que me diera respuestas. O sentido.
Claro que, sin ingresos, tampoco estaría en condiciones de mantener por mucho tiempo el statu quo. Ni el departamento.
Era verano. Habíamos estado de vacaciones –si pueden llamarse vacaciones a esos días en Colonia y Montevideo que se me antojaron la cuenta regresiva hasta el regreso a Buenos Aires, donde me esperaba el inevitable vacío.
***
En un cómodo hotel de Montevideo, justamente, con un ventanal frente al río-mar, a la hora en que el sol te perfora los sesos, en vez de relajarme y dormir una siesta después de hacer el amor, me había puesto a llorar sin consuelo:
- Yo tenía una vida…–Así de solemne y trágico me salió.
- ¡Seguís teniendo una vida, mirá dónde estamos! ¿Cómo podés ser tan desagradecida? – a Horacio le frustraba mi propia frustración; no poder hacer nada para que se me pasara rápido el malestar que me había tomado de rehén y no mostraba intención alguna de soltarme.
Hice fuerza, como tantas veces. Eran también sus vacaciones, y vaya si se las merecía. Tres trabajos: médico clínico con consultorio propio, docencia universitaria y un cargo directivo en una editorial de libros de ciencias de la salud.
La misma donde nos habíamos conocido veinte años antes.
Aquella vez le había confesado a Mariela, mi amiga del alma:
- En la editorial conocí a un tipo que, si no fuera porque está casado y yo estoy en pareja, sería para enamorarme, casarnos y tener hijos.
Mi Susanita de Mafalda venía conmigo a todas partes y, por las dudas, me ayudaba a cargar en el bolso un traje de novia listo y reluciente.
Lo mío siempre habían sido los amores imposibles: un cura, un primo de mi madre mucho mayor que yo, un chico quince años menor. Y ahora esto. Me atraía un pelado de bigotes. Como papá. No necesitaba pagar puntualmente cada sesión de análisis, como de hecho hacía, para diagnosticar mi Edipo, Electra o como se llamara eso en términos mitológicos y de psicología elemental.
Simplemente pasó.
Y las palabras, mis bienamadas compañeras de ruta, oficiaron de puente para que muy de a poco nos fuéramos acercando.
No fue fácil: yo, católica, con culpas como topos hambrientos bajo una superficie de mujer superada. Y Horacio no solo casado y con dos hijos, sino además fiel. Por convicción, por principios.
Aunque resultaba obvio que no era feliz, como lo comprobé pocos meses después, cuando yo ya había terminado mi tortuosa relación de entonces y lidiaba de nuevo con la soledad y todas las obligaciones sobre la espalda, incluida una hipoteca que levantaba mes a mes cambiando pesos por dólares en aquellos inefables años ´90 de la Argentina.
***
Fue un viernes a la tarde. La gente ya se estaba yendo de la oficina, él se quedaba a trabajar un rato más y encontré la excusa perfecta: había que revisar unas hojas de avance de próximas publicaciones que yo había redactado y requerían su supervisión en cuanto al contenido médico.
Iríamos por la tercera o la cuarta hoja cuando lo interrumpí:
- ¿Escuchaste el último álbum de Fito Páez? Tiene un tema que se llama Cecilia, como tu mujer. Se lo podrías regalar… – le sugerí pícara, con la intención velada de tirarle de la lengua.
Levantó la mirada de la hoja de avance. Ceño fruncido, muy de él, sonrisa irónica, el bigote rojizo que se tensa:
- Vos sos muy romántica.
Qué novedad. Claro que lo era; todavía lo soy. Pero picó.
A los pocos minutos me contaba su historia: cómo se conocieron; cómo él empezó a quedarse en casa de Cecilia por las noches, salvo cuando la visitaban los padres, que eran del interior. Y los dueños del departamento.
- El doctor tenía que armar el bolso e irse con sus petates a otro lado –apoyó la lapicera en el escritorio; la hoja de avance ahora arrumbada entre una cohorte de otros papeles, libros con marcas y separadores de distintos colores, la computadora con los guiños verdosos del viejo DOS sobre un fondo renegrido.
“El doctor” había dicho, refiriéndose a sí mismo en tercera persona. Yo empezaba a imaginarme con dolor de garganta mientras sus manos me palpaban el cuello en busca de posibles ganglios inflamados.
El relato seguía. Casarse con Cecilia fue la solución previsible al problema de los suegros invasores.
- Ojo, yo estaba contento, ¿eh? Fue solo por civil –soy agnóstico y ella no insistió– y nos fuimos a Cataratas y Brasil de luna de miel. Pero después…
- ¿Después? –yo escuchaba con avidez, con morbo, con un pequeño hilito de esperanza que parecía desovillarse de las palabras y los gestos de Horacio. Tan cerrado él, entraba en confianza. ¿Quería hablar realmente, o era yo con la técnica del tirabuzón la que le sonsacaba tanta data?
- Cecilia quedó embarazada enseguida. Menos de un año después ya éramos padres. Y nada fue igual.
- Claro, los hijos te cambian la vida –comenté como al pasar. No hay como el lugar común para empatizar y dar pie a que el otro continúe.
- No sé, sí. Ella empezó a dedicarse de lleno a la maternidad. Encima, sin abuelos cerca para darnos una mano.
- ¿Tus padres también viven lejos?
- No, son de acá. Pero jamás pudimos contar con ellos. No recuerdo una sola vez que hayan venido a buscar a los chicos para llevarlos a la calesita siquiera. Dejamos de salir, de conversar. Pasó el tiempo…
Pregunté si alguna vez habían considerado contratar una baby-sitter.
Hasta ahí, una reina: parecía abocada a salvarles el matrimonio.
El corazón se me aceleraba, las manos me transpiraban y no sabía donde ponerlas, pero los papeles que llevaba conmigo me sirvieron de escudo y juraría que nada se notó.
Entonces Horacio largó aquella frase como un yunque en un estanque.
No podía saberlo en ese momento, pero los aros concéntricos de aquella confesión sólida y rotunda en las aguas de mi mente, mis tripas y mi romanticismo empedernido dibujarían la órbita en la que giraría mi vida en adelante. Aros concéntricos: vaya una a saber cuál es el primero y cuáles siguen. Todo, todo se movió. Aun en las orillas –de cada terminación pilosa, cada poro de mis brazos, piernas, espalda.
El yunque lapidario se incrustó contra el fondo:
- Y un día sentís que el amor se te hace mierda.
***
Cuando bajé en ascensor los ocho pisos que me separaban de la calle y del inicio de mi fin de semana –en casa, pendiente de mis hijas y sus salidas adolescentes, colgada de la tele; él seguro en la suya, con su mujer e hijos– lo supe de manera inequívoca. Sólida y rotunda, como el yunque.
El hilito de esperanza que se había desovillado de sus palabras y gestos empezaba a cobrar espesor y textura entre las hábiles agujas de mi fantasía, lo único capaz de abrigarme por entonces.
Ay, Claudia, me dije. Ahora sí te vas a enamorar. Sonaste.
No habría podido imaginar que veinte años más tarde estaríamos casados –cama afuera–; yo menopáusica, sin trabajo, a cargo de mi madre anciana y demente, e ingresando con paso tan vacilante como irreversible a un cono de sombra espesa.
Que recién empezaba.
Y en la creciente oscuridad, no podía escribir ni una palabra.
CM




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