Las manos de Lakshmi
- Claudia Maiocchi
- 8 oct 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 17 dic 2020
En su espacio de Tutoría personalizada, Diego Arando avanza con este relato que lleva por epígrafe una sugestiva frase de Tagore: "El que se ocupa demasiado en hacer el bien no tiene tiempo de ser bueno".
Dicen que vivía en un monoblock, al lado de la estación de servicio en la que podían conseguirse bebidas las 24 horas. Era más bien morocho, de rasgos árabes. En general se lo podía encontrar en el barrio, caminando con las manos en los bolsillos, un buzo gris con capucha y unas zapatillas de cuero ecológico. Él mismo las había teñido de verde.
Ramiro era muy atento con sus vecinos y los ayudaba en lo que estaba a su alcance. Pero más que generoso, puede decirse que era agradecido.
Recibía regalos espontáneamente como quien ha pagado por adelantado, en sueños, las cuentas por vencer. Pensar en el bienestar de los demás le resultaba algo instintivo.
Trabajaba como artesano. Diseñaba instalaciones con materiales que recolectaba de demoliciones en su barrio. Se las había encargado el municipio para atraer a todos los pájaros que, por causas desconocidas, se habían ido de la ciudad en el último año. Aquel mes de marzo construía una figura de tres metros de alto junto a su amiga Indira.
Cuando salía de su departamento, solía caminar hacia la izquierda, doblar en la tercera esquina a la derecha y meterse por un callejón. Llegaba así a un promontorio al pie de un mástil sin bandera. Se sentaba unos instantes y abría los presentes que le pudieran haberle entregado de modo ocasional. Necesitaba estar solo y en secreto para recibirlos.
Esa mañana lo encontró mordiendo uno de los nísperos que le habían obsequiado en la feria de domingo. Mientras un jugo dulce bajaba desde sus labios, miraba salir el humo de las chimeneas en ese agitado núcleo gastronómico donde vivía.
<<Parecen fantasmas>>, pensó al mirar la escena.
Siguió alimentándose.
Un niño arrastrado de la mano por su madre pasó a su lado y se quedó observándolo, para luego alejarse y disiparse en el espacio curvo. En su trayecto, nunca le quitó de encima la mirada.
<<Las ideas son regalos y cuando llegan quiere decir que debo haber hecho algo bueno>>. <<Las ganas son regalos y cuando llegan también indican que debo haber hecho algo bueno>>, continuó cavilando mientras comía otro níspero.
Cada tanto pasaba alguien del barrio y se ponían a conversar:
- Hola, Ramiro - una voz interrumpió su trance taciturno.
- Fabio – lo saludó.
Aunque se llevaban muy bien, se encontraban rara vez. Fabio solía viajar seguido, enviado por el municipio a coordinar la ejecución de instalaciones como las que hacía Ramiro, solo que en otras zonas.
- Te traje un regalo.
- ¿Un regalo? ¿Para mí?
Encima de ellos, sobre la baranda de un balcón, una mujer con una flor
en el cabello tendía ropa recién lavada.
Fabio no respondió y le dio un pequeño paquete envuelto en papel. Los ojos de Rama brillaban a la vez que sonreía. Lo abrió.
Se quedó un rato mirando la estatuilla, haciéndola rotar con su mano derecha.
- Lakshmi… - dijo, con voz suave pero entusiasta.
Fabio sabía de la devoción de Rama por la diosa hindú de la buena fortuna y la prosperidad, aunque ignoraba si su amigo tenía ya alguna imagen que la representara.
- Qué bueno. Últimamente me parece verla en todos lados. O será que la ensoñación comienza a tomarme. -Ramiro hizo una pausa breve y miró a Fabio a los ojos. -Ya sé. Voy a empezar a coleccionar todo lo que tenga que ver con ella. Esta va a ser entonces la primera pieza.
***
Diego Arando Tutoría de Escritura





Comentarios