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Pelos, solo pelos

  • Foto del escritor: Claudia Maiocchi
    Claudia Maiocchi
  • 9 ago. 2021
  • 7 Min. de lectura

Atravesada por las restricciones que impuso la pandemia, Delia Dubroff repasa una vida entera a la luz de los cambios en su cabellera. ¿Solo de "pelos" habla?



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Jueves: pedí turno ayer. Sobre-turno, si se corta con León. Llego sabiendo que tendré que esperar.

El guarda cara de bulldog me rocía con alcohol, extiendo la mano y me toma la temperatura.

- Pase, me ladra.

- Va a tener que esperar un ratito -me explica gentilmente la recepcionista.

- No te preocupes.

En la sala de espera, dos hermanitas rubias como la madre me acompañan. Corretean. Se sientan, se levantan.

- Nenas, no corran así –las amonesta la madre varias veces.

De pronto, una de ellas vuelve tras cuchichear con su compinche unos segundos.

- Mamá, ¿por qué se murió la abuela? Vos nos dijiste de viejita, pero los chicos en la escuela dicen que yo no sé nada y que se murió por la pandemia. Se ríen de mí.

- Yo... yo no les dije la verdad. Lo lamento tanto –confiesa la mujer. Y se excusa: –Estaba muy triste.

Las toma de las manos, los ojos se le empañan:

–No sabía cómo explicárselo. Les pido perdón, siempre hablamos sobre todo entre las tres y nunca nos mentimos, pero esta vez no encontré las palabras. No quería que les doliera tanto.

- Entonces el abuelo, ¿también se morirá por eso? –pregunta la otra hermanita.

- No. ¿Por qué decís eso? El abuelo está bien y seguirá con nosotros un tiempo largo, espero.

- Los chicos dicen que todos los abuelos mueren de coronavirus.

- Nenas, la gente mayor muere por muchas cosas…

Una lágrima se desliza por su mejilla. La seca rápidamente con su palma.

- No te preocupes, mami. Igual está en el cielo –dice una de ellas y la abraza.

- Es cierto –repite la otra. –Y allá están felices.

Difícil explicar lo inexplicable.


Miro el celular. Pasan los minutos. A la derecha, una mujer se tiñe. Elegante, manos cargadas de anillos, pulseras tintineantes, botas doradas. Parece una modelo.

- Estoy furiosa– exclama con cierto desparpajo. –Sacamos los pasajes a Europa y este gobierno de mierda no nos deja viajar. Ignorantes. Mi marido dice que en el senado los oficialistas son unos boludos miedosos.

- Qué pena –acota tímida la peluquera. – Escuché que hay un rebrote allí...

- Pavadas. Además, nosotros conseguimos que nos vacunaran.


Vacunatorio Vip.


Se acerca a saludarla una amiga. Tras el barbijo, mirada triste, grandes ojeras. Toda ella emana un dolor reprimido.

- Hola… No te reconocí. Estás más delgada, demacrada, distinta.

- Sí. Me estoy reponiendo de la muerte de mamá. Fue muy dura. No se lo deseo a nadie.

- ¡No sabía! ¿No la vacunaron?

- Sí, la primera dosis. A la segunda no llegó.

- ¿No te fuiste a Miami?

- Sabrina –dice con enojo aplacado– nosotros no estamos en condiciones.


Silencio.


Mi turno. León me espera con cordialidad y gentileza, su cabellera larga desmechada, su cuerpo musculoso. La barba se esconde tras el tapaboca. Como si una bola le colgara del mentón.

- Hola, Delia. ¿Cómo estás? ¿Tu familia?

- Por suerte, los jóvenes recuperándose del covid. ¿Vos y los tuyos?

- La abuela salió de terapia, estoy contento.

- ¿Y nació tu niña? El otro día me contaste que ya habías pintado el dormitorio.

- Sí, todo listo. Faltan pocos días. A mi esposa no le digo, pero estoy un poco asustado... El obstetra asegura que no hay ningún riesgo. Pero en este tiempo... Queríamos que vinieran los abuelos, pero decidimos no exponerlos.


Nacimientos en tiempo de pandemia.


Una jovencita viene hacia nosotros. Alta, jeans rotos, cabellos largos rosados, tapaboca bordado con hilos dorados, campera de cuero negra, guantes del mismo color:

- Hola, León.

- Hola. ¿Qué hacés por acá? –pregunta asombrado.

- Vine a teñirme de azul. Mamá no sabe nada. Si se entera, me mata... Vos no te preocupes: cuando me ve se resigna.

- Estuvo ayer y me dijo que no te autorizaba a que sigas cambiando de color.

- Es una bruja-insoportable-pesada-autoritaria-pacata (los sinónimos caen a borbotones) – malvada-amargada-arrugada –sigue. –Vos decime cuándo, yo me arreglo con ella.

- Como quieras. Pedí turno adelante. Acordate de que los lunes no trabajo.

Se va con su altivez a cuestas.


Nuevos jóvenes.


Escucho la palabra covid en varias conversaciones. Trato de hacer oídos sordos. Imposible.

Por suerte, terminé. Pago, me despido de León y huyo.


Ayer, placer. Hoy agobio.


Me voy caminando lento. Solo escuché hablar de la pandemia… ¡Qué deprimente! Esperé mi turno sin el cafecito, ni las revistas desparramadas en la mesa –mi único acercamiento a los chismes de la farándula, los ricos y famosos: divorcio-casamiento-giras-casas de película-la reina solidaria visita a los niños de África-el postre infalible-la dieta milagrosa...Y esa hoja tentadora que me invitaba a arrancarla a hurtadillas: no podía prescindir de la receta. O de la dirección del instituto que hace magia con el rostro.


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Anoche llovió. Se huele el perfume de los árboles mojados. El sol se abre paso entre las nubes. Seco un asiento de plaza. Me dejo invadir por su tibieza.

Miro la gente pasar. Escucho alguna conversación, pero el escenario de la peluquería me absorbe.


Estoy nostálgica... No me importa qué es, me muestra las huellas del tiempo.


***


De pronto surgen imágenes de la niña pequeña que fui, con hermosos bucles y un moño almidonado que coronaba la cabeza. Amo esas fotos...


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Años después mis pelos se convierten en carpinchos negros indomables.

Tanto que mamá, en un intento de mejorarme, me lleva a la peluquería a hacerme la permanente.

Confío, convencida de que saldré bella como mi hermana, con su pelo dócil y apenas ondulado. Los huesitos tiran, pero mi estoicismo no me hace parpadear. Llega el olor al ácido nauseabundo. Ese mismo estoicismo tambalea.

Tiempo cumplido: a la pileta. Me descabezan, pero sigo fiel a la meta. El tironeo se eterniza. Mi fortaleza y dominio, incólumes.

- Listo –dice la peluquera sonriente.

Mamá se acerca. Me miro al espejo: puntada en el estómago. ¡Soy un espantapájaros! Las lágrimas caen. Perdedora inconsolable.


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En la escuela se ríen, corean flaca, oveja negra. En casa paso días con el cepillo tratando de desanudar esa bola. Me siento una bruja con los pelos como ingrediente para una pócima mágica. Mamá me espía. Entiende mi desesperación.

Mis compañeras con los cortes de la década…


Si te hubiese conocido, Charles Nesser, te hubiese asesinado antes de que inventaras la permanente.


Secundaria y la evolución de los ‘60.

Mi cabello mejora y yo ya elijo. Batidos altos y voluminosos, cuánto más batido mejor. Una maraña imprescindible para estar a la moda. Cada sábado voy en patota a la peluquería. Los temas, inagotables.

Redecilla y dormir colgadas de una percha: que no se desarme el rodete. Si sucede algo impensado, la redecilla mantiene los ruleros en su lugar y el spray me socorre.

Mis amigas suman el rito de la manicura. Las uñas largas lucen junto al peinado. No es lo mío, mis uñas están siempre roídas hasta hacerme sangrar la cutícula. Depósito de ansiedad. Cada tanto reaparece.

Igual salgo hecha una diosa.


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Brigitte Bardot. Ídola.

Lolitas. Mini. Botas blancas. Little girl y moda psicodélica. Ropa metálica y fluorescente. Telas con nylon. James Dean. Vaqueros y suspiros…


Llegan los ‘70. Un cartel luminoso ilumina el comedor: Peluquería Ester. Lo miro desde la ventana varias veces.

Un día cruzo a conocerla, intrigada. Resulta joven, esbelta, cabellos rubios y largos, ojos celestes. Desde que me presento empezamos a tomar té, con sus criollitas infaltables. Le cuento sobre mis aventuras románticas, discusiones familiares, el colegio. Ella siempre sonríe.

- Ester, ¿me hacés los claritos? –la moda manda.

- Tenés el pelo largo y oscuro. Es riesgoso. Son muchas horas de decoloración.

- Daaaale. Animate.

- Es una aventura. Puede salir mal.

Insisto.

Con paciencia, desenreda mi cabello. Decolorante. Espera. El reloj marca la primera hora:

- ¿Ya estoy? –pregunto.

- Falta.

Dos horas. Impaciente y cansada:

- Ester, ¿y ahora?

- Falta.

Tres horas. La cabeza me quema. Me miro al espejo, sale humo de la gorra.

- Esther, me quemo.

- No puede ser…

Me lleva a la pileta y comienza a lavarme.

De reojo miro los cabellos que quedan en el peine. Absorta.

La cara de Ester, blanca.

No sé si reír o llorar. Cruzo a casa rápido. Mi enojo no tiene disimulo.

Otra vez espantapájaros.


Busco una peluquería top. Mariana hace lo posible por salvar el desastre. Siento que traiciono a Ester… que al poco tiempo, se va.

Extraño el té con criollitas. Su risa. Su valor: una feminista en los ‘60. Crio sola a su hija, se repuso cuando los padres la echaron, aceptó miradas críticas, salió adelante.


Boliche. Glamour. Feminismo.

La admiración por los hippies. La liberación.


Desde los ‘80, uso el pelo llamativo.

Ahora la moda me autoriza: no necesito enrularme para estar al día. El volumen, los flequillos, la cola de caballo... todo está permitido y gozo esa libertad. Agrego a mi look los ojos delineados, las sombras intensas y las pestañas postizas. ¡Qué trabajo me dan!

Pantalones apretados y yo subida a los zapatos con plataformas. Feliz: crezco veinte centímetros. ¡Por fin alta! Collares–pulseras–aros–cinturones anchos.

Elijo lo que quiero.


Madonna: el ícono.

“El tiempo pasa tan lento para los que esperan / No hay tiempo para dudar...”


A los ‘90 comienza mi nomadismo. Constantes mudanzas.

Conozco un sinnúmero peinados y peluquerías. Cambio cortes y colores.

Nunca mantengo un estilo, elijo lo disruptivo. Rojo muy rojo: me libera y da felicidad provocar la formalidad institucional.

Tengo el poder suficiente para que nadie me llame la atención. Me divierte la cara de asombro de mis compañeras, la mirada entre severa y resignada de mis jefes…


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Dicen que el cabello es parte de la identidad. Si es así, despisto a quien me juzgue. Voy adrede contra el viento y la formalidad. Lucho por lo que creo y me agrada.


El reloj da la hora / el sol se empieza a ocultar/ Aún hay tiempo para averiguar cómo ahuyentar mi tristeza / lo he hecho bien hasta ahora… Whitney Houston


Año 2000. Fuegos artificiales, nuevas esperanzas.

Mis hijas me celebran los sesenta. Bella y encantadora sorpresa.

Me regalan un video que cuenta retazos de mi vida. Las imágenes se despliegan acompañadas de mi canción preferida de Serrat: De vez en cuando la vida nos besa en la boca / Y a colores se despliega como un atlas... Todos mis estilos en primer plano. Ninguno ajeno a lo que deseaba expresar en cada etapa. El cabello hablaba en el silencio.

Y sin embargo pienso: ¿Cuántas veces me besó en la boca?


***

Llega 2010, jubilación en puerta. Me despido del ritual del cabello. Dejo mis canas en libertad. Las disfruto. Relego la peluquería a su mínima expresión…


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Solo resalto en la agenda la fecha que mis nietas indican: Abu, ¿me acompañás?

¡Voy feliz!

Llevo la magia secreta de permitirles cumplir el deseo limitado por sus padres. Mérito de abuela, capaz de reír ante el posterior embate de mi hija...


Sigo rompiendo moldes.


***

Hora de volver a casa. El sol ha dejado de cobijarme. Un niño me pide una moneda. Miro sus cabellos: sucios, pegajosos.


No tendrás la experiencia de la peluquería...

Saco un billete y lo pongo en sus pequeñas manos heladas. Yo también tengo frío.


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